El Nuevo Diario - page 14-15

nota de tapa
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Viernes 27 de mayo de 2016
En el local de
este mercado,
ubicado en Tu-
cumán y Cór-
doba, se
estableció otro
de los canto-
nes revolucio-
narios que
mantuvo prác-
ticamente in-
movilizado al
Cuerpo de
Bomberos y a
la Central de
Policía. En la
puerta del
mismo, encon-
tró la muerte el
Sr. Manuel Fe-
rrándiz, al es-
tallarle una
bomba en su
mano, cuando
se disponía a
arrojarla a un
coche policial
que había po-
dido salir de la
central sitiada.
A cargo del Dr. Rogelio Driollet y Horacio Esbry estuvo la tarea de tomar la sede de la Central Telefónica, con el objeto de
cortar las comunicaciones del gobierno. Tomada la central, las autoridades policiales y del gobierno no pudieron comuni-
carse el resto del día.
Desde el Banco Ítalo Argentino, situado en la esquina de Mitre y Gral. Acha, se mantuvo fuego cruzado sobre la Casa de Go-
bierno, situada a media cuadra. El cantón revolucionario estuvo a cargo del Dr. Alberto Graffigna y desde la azotea del mismo,
se destruyó el tanque de agua del edificio gubernativo.
Una de las salas del piso alto de la Casa de Gobierno, muestra los destrozos causados en paredes y muebles por
las balas de los revolucionarios, que, desde la Plaza 25 de Mayo, hicieron fuego nutrido sobre el edificio.
Al mando del Ing. Santiago Graffigna, la sede de la Comisaría 1ra. fue tomada por los re-
volucionarios luego de una breve lucha de sus defensores. Esta estaba ubicada cerca de
la casa de Graffigna, en donde un fuego nutrido logro reducir a las fuerzas policiales.
UN DÍA DE TIROS EN LA PLAZA 25
s
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Luis Castro habían pedido la reorganiza-
ción del partido, que estaba presidido por
Aldo. No fueron escuchados.
Comenzaron a distanciarse del bloque le-
gislativo.
La ruptura definitiva se produjo cuando
Porto amparó a un preso que se había
evadido de la cárcel. Cantoni ordenó a la
policía que le allanara la casa y se produjo
un tiroteo. Ya no había regreso. El 27 de
enero expulsó a Porto y Mulleady. Estos y
Vignoli, que renunció, habían formado la
Junta Reorganizadora de la Unión Cívica
Radical Bloquista y se disponían a dar ba-
talla contra Federico en las elecciones
para diputados nacionales que se realiza-
rían al mes siguiente, el 11 de marzo.
—Estos hijos de puta seguro que se
han unido a los gansos—
, pensaba Can-
toni
Los revolucionarios habían instalado fran-
cotiradores en varios puntos: el Club So-
cial, sobre calle Rivadavia, el edificio Del
Bono, en Rivadavia y Mendoza, el Banco
Ítalo Argentino, el Banco Comercial, la
casa de Diego Young, sobre calle Mitre, el
Colegio Nacional, la casa de Mario
Atienza, el cine Cervantes, la casa Zunino,
en Mitre y Mendoza, un sanatorio que per-
tenecía a López Mansilla y la casa de Luis
Castro. Todos los francotiradores apunta-
ban a la Casa de Gobierno.
En la esquina de la farmacia Chiarulli (hoy
farmacia Plana, en Rivadavia y General
Acha), un hombre debía pasarse el pa-
ñuelo por la nuca. Esa sería la señal de
que Cantoni salía de la Casa de Gobierno.
Pero el encargado de la tarea no fue a la
cita.
Los autos ya estaban en marcha cuando
subió Cantoni.
En momentos en que los
coches partían sonó el primer disparo.
Enseguida el coche de Cantoni fue acribi-
llado a balazos. Pero continuaron algunos
metros.
A mitad de cuadra, entre Rivadavia y La-
prida, Tourres hizo detener la marcha y re-
vólver en mano bajó a la calzada.
Inmediatamente fue alcanzado por nume-
rosos disparos que le acribillaron el cuerpo.
A todo esto, García Córdova sacó a Can-
toni –que estaba herido en la cabeza y en
la cadera— y lo introdujo en la casa del
doctor Rodríguez Riveros, que por casuali-
dad estaba abierta.
Aldo que permanecía en la Casa de Go-
bierno hizo cerrar las puertas y ordenó re-
peler la agresión. En un primer momento
pensó que se trataba de un atentado con-
tra el gobernador.
Era mucho más: se tra-
taba de un alzamiento revolucionario.
El tiroteo se había generalizado en las cua-
tro esquinas de la plaza y distintos puntos
de la ciudad. Los revolucionarios domina-
ban la situación y los cantonistas defen-
dían posiciones en distintos edificios.
No era una lucha cualquiera. Desde la
Casa de Gobierno sonaba el golpetear de
una ametralladora mientras el tiroteo era
infernal y hasta se arrojaban bombas.
Pronto el terror se adueñó de los sanjuani-
nos que desesperaban por la suerte de fa-
miliares a los que alcanzó la revolución
camino a sus casas.
Aldo Cantoni intentó comunicarse con el
Regimiento de Marquesado y con el go-
bierno nacional.
El ministro de Gobierno, Adelmo Faelli, se
acercó a Aldo:
—Tenga cuidado con lo que dice, doctor...
—¿Qué pasa?
—Me han informado que los teléfonos
están intervenidos.
—¿Cómo carajo puede ser?
—Los gansos controlan la Telefónica.
—¿Sabe quién trabaja allí?
No
—El hermano de Mulleady.
Aunque no públicamente, era evidente que
los disidentes bloquistas apoyaban a los
revolucionarios.
Un verdadero
campo de batalla
En la siesta, el aspecto de la ciudad era el
de un campo de batalla, atronado por la
descarga de fusiles y la explosión de bom-
bas. Los revolucionarios se habían apode-
rado del Colegio Nacional desde donde
disparaban a la Central de Policía, ubicada
en Tucumán y Santa Fe.
También atacaban el Cuerpo de Bombe-
ros, desde la esquina de Tucumán y Cór-
doba, la comisaría Primera, ubicada en
Mitre y Alem y la Segunda, en Jujuy y 9 de
Julio. En esta última comisaría la lucha era
feroz. Los efectivos policiales defendían el
sitio mientras eran atacados desde un ne-
gocio ubicado en la esquina de enfrente
donde los revolucionarios habían hecho
trincheras con bolsas de harina. Tras una
larga lucha la comisaría cayó.
A todo esto, Aldo Cantoni se comunicaba
telefónicamente con el jefe del Regimiento,
general Ramón Jones.
—Le pido, general, que envíe sus hombres
inmediatamente, la situación es caótica.
—Lo siento doctor, pero no puedo inter-
venir hasta recibir órdenes superiores.
Los escuchas en la Central Telefónica, to-
maban nota de la desesperación de Aldo y
sonreían.
La sorpresa que se llevó el médico Rodrí-
guez Riveros, apodado “el Mascapiedras”
debe haber sido muy grande cuando vio
entrar a su casa a Federico Cantoni he-
rido, que era ayudado por el periodista
García Córdoba, quien luego cumpliera
una gran trayectoria en Buenos Aires, en el
diario Clarín.
Ocurre que tanto el doctor Rodríguez,
como su esposa de apellido Laspiur, eran
anticantonistas. Cantoni estaba herido en
la cabeza y en la cadera. Aseguran que
Rodríguez escuchó más de una vez el
consejo:
—¡Matalo!
Pocos médicos querían a Cantoni pues
este les había obligado a pagar altísimos
derechos para poder ejercer la profesión.
No obstante, el doctor Rodríguez hizo
oídos sordos y atendió al gobernador he-
rido.
Aun se seguía combatiendo en la Central
de Policía y en el Consejo General de Edu-
cación, que estaba defendido por un grupo
de cantonistas que, enterados de los suce-
sos, llegaron sin armas pero encontraron
en el local un verdadero arsenal.
Atrincherados en el edificio y disparando
desde las ventanas, entre estos bloquistas
estaban Largacha, Varesse, Sancassani,
Muriel y un joven que luego sería goberna-
dor peronista:
Eloy P. Camus
Había alguien más:
el cura Juan Videla
Cuello
.
Este cura era uno de los personajes más
famosos de San Juan en aquellas déca-
das. Pasaba del sermón al discurso en la
tribuna política o en el comité. Aquel día de
la revolución de 1934, Videla Cuello había
estado defendiendo el local del Consejo de
Educación. Hasta que ya fue imposible
mantener las posiciones. Cuentan que re-
sultaba pintoresco ver al sacerdote vestido
con su sotana, caminando al atardecer
mientras agitaba un pañuelo blanco, señal
de que se rendía.
A las 20 y cuando la lucha había decrecido
en su intensidad, en medio de la oscuridad
entró a la ciudad el general Jones con el
15 de Infantería. Dos toques de clarín se
escucharon, en medio de la expectativa
generalizada. Jones pidió hablar con el jefe
de los revolucionarios, Correa Arce. Luego
entró a la Casa de Gobierno y pidió la en-
trega de las armas.
Aldo Cantoni y sus seguidores fueron sa-
cados con custodia mientras los revolucio-
narios festejaban.
Al día siguiente, Federico Cantoni fue tras-
ladado a Mendoza pues en San Juan su
vida corría serio peligro. A propósito, se
cuenta que uno de los jefes revolucionarios
quería que esa noche lo mataran a Can-
toni con una inyección letal. Juan Maurín
se opuso terminantemente y eso le salvó
la vida. Treinta muertos e innumerables
heridos fue el saldo. La provincia fue inter-
venida una vez más y los revolucionarios
fueron detenidos hasta que se sancionó la
amnistía.
El otro
Jones
¡Lo que son las casualidades! Pocos días
antes de la revolución llegó a San Juan el
general Juan Jones, jefe de la Cuarta Divi-
sión del Ejército. Ese 21 de febrero, el ge-
neral estaba en Marquesado, Y fue quien
atendió los desesperados llamados de
Aldo para que interviniera y sofocara el
movimiento. Pero se mantuvo firme en su
posición:
—Hasta que no reciba órdenes de Bue-
nos Aires, no puedo intervenir.
¿Esa era la orden que había recibido del
general Justo? La verdad es que Justo
nunca quiso intervenir a San Juan, como lo
había hecho Hipólito Yrigoyen. Pero hay
quienes aseguran que indirectamente apo-
yaba el estallido revolucionario.
El caso es que Aldo Cantoni debió rendirse
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