La Pericana -Edición- 205
Jueves 28 de mayo de 2020 Rápidamente se cubrió con una frazada y se acercó a una ventana. Escuchó que alguien ordenaba: —Hace falta un hacha para derribar la puerta. —Vamos a buscarla a la casa del gene- ral—, dijo otra voz. l l l Un grupo corrió los ciento cincuenta me- tros que separaban el cabildo de la Casa de Benavides. Benavides vio desde el balcón llegar al Cabildo al comandante Domingo Rodrí- guez, seguido del capitán Maximino Godoy y comprendió lo que iba a suce- der. Intentó superar con su voz los gritos de venían desde abajo. — ¡Por favor! ¡Deténganse! ¡No me comprometan! ¡No den motivos para que terminen conmigo! El comandante Rodríguez, desde abajo también gritaba. — ¡Regrese inmediatamente a su pri- sión o no respondemos por su vida! Benavides entró nuevamente a la sala. Estaba cansado. —Pueden disponer a mansalva de mi li- bertad porque estoy engrillado -dijo a sus guardias. Abajo se sentían disparos de armas de fuego y el golpeteo del hacha contra la puerta, intentando derribarla. l l l De pronto, un hecho secundario adquirió gran importancia. Uno de los guardias, Eugenio Mora- les, nervioso por lo que sucedía, se insolentó con el capitán Maximino Godoy. Este sacó su cinto y le dio dos o tres golpes. Se escucharon exclamaciones y los sol- dados de la guardia amenazaron amoti- narse. Godoy se dio vuelta para enfrentar el nuevo problema y Morales, que no lo perdía de vista y estaba enardecido por los cintazos recibidos, se precipitó sobre él y le dio un culatazo en la sien dere- cha. Ahí quedó Godoy, muerto en el piso. A todo esto, Benavides permanecía sen- tado en el catre y engrillado. l l l El comandante Rodríguez, advirtiendo lo que sucedía, subió rápidamente y entró a la sala por una puerta lateral. Tomó su espada y atacó a Morales, que gritaba fuera de sí. Morales no se quedó atrás. Tomó su ba- yoneta y embistió contra su superior, hi- riéndolo en un brazo. Inmediatamente después salió al balcón y saltó a la calle. Comenzó a correr atravesando la plaza, en dirección a la Catedral. Uno de los amigos de Benavides lo si- guió a caballo y a la carrera lo alzó sobre el animal. El comandante Rodríguez, herido en el brazo izquierdo, también estaba fuera de sí. Se dirigió adonde estaba Benavides. Al verlo, este, engrillado, trató de incor- porarse presintiendo el peligro... No tuvo tiempo de hacer movimiento al- guno. Rodríguez le disparó un balazo a quemarropa, hiriéndolo en el costado iz- quierdo, a la altura del corazón. Inme- diatamente, hundió su bayoneta en el mismo lugar. Benavides cayó al piso. Estaba muerto. De pronto se hizo un silencio en la plaza. — ¡Han matado al general Benavides! En contados minutos, todos los atacan- tes huyeron por distintos rumbos. El cuerpo de Benavides fue arrojado desde la habitación donde fue ultimado en los altos del Cabildo a un patio conti- nuo. Poco después, un caballero de la alta sociedad sanjuanina, Juan Crisóstomo Quiroga, y su hermana, Isidora Quiroga Garramuño de Salas, entraron al Ca- bildo y vejaron el cadáver del caudillo manso. Recién el día 24 a las 7,30, los deudos del general pudieron acercarse al cuerpo. No obstante, el gobierno dis- puso no entregar el cadáver. Lo coloca- ron sobre un catre y fue exhibido durante varias horas en el pretil del cabildo. La tarde del 24, el gobernador Gómez ordenó entregar el cadáver a sus deudos. El muerto fue velado en su casa y enterrado el 25 de octubre en el cementerio público sin ceremo- nia ni escolta. — ¡Han matado al general Benavides! En contados minutos, todos los atacantes huyeron por distintos rumbos. El cuerpo de Benavides fue arrojado desde la habitación donde fue ultimado en los altos del Cabildo a un patio continuo. 7 s
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