La Pericana -Edición- 205

9 preso y su traslado a la cárcel de la planta baja. No obstante el vejamen no pasaría de una comedia pues el general Benavides lo salvó de aquella afrenta. Finalmente Sarmiento obtuvo su liber- tad. Cuentan que fue doña Telésfora —a la que había ofendido Sar- miento— la que intercedió por él. —Benavides, tengo que pedirte un favor- dijo a su esposo, llamándolo por el apellido. —A una buena moza no se le niega nada. Pero depende de lo que sea... —El favor se hace sin condiciones o no es favor. —Bueno, concedido. —Pues debo decirte que Sarmiento se halla en esta casa y quiero que lo hagas salir y llegar a salvo a Chile. — ¿En mi propia casa? —Si, Benavides, acá está. El 18 de noviembre Sarmiento partió de San Juan, acompañado por Cle- mente, su padre, en mulas proporcio- nadas y aperadas por el propio Benavides, rumbo a Chile. Al pasar por los baños de Zonda escri- bió su célebre frase “ont no tue point les idées” , repitiendo la sentencia de Fortoul. Poco antes de morir, el 22 de junio de 1888, Sarmiento le escribió una carta a su amigo don Ignacio S. Flores y en ella hace justicia a su viejo enemigo: “En la casa de Benavides, su señora viuda pondrá el retrato más grande que tenga del general Benavides, a quien debe San Juan, por su modera- ción, que no se derramase sangre en su gobierno”. Ya desde su exilio en Chile, el Gran Maestro había escrito: “Benavides es un hombre frio; a eso debe San Juan haber sido menos ajado que los otros pueblos. Tiene un excelente corazón, es tolerante, la envidia hace poca mella en su espíritu, es paciente y tenaz”. Salvador María del Carril, antiguo ca- becilla unitario, no esperó la muerte del jefe federal para escribirle en 1852 una carta muy elogiosa en la que con- cluía diciendo: “Usted en aquella época infausta, estancó la sangre que había corrido a torrentes y dio asilo generoso a los oprimidos sin amparo”. A lrededor de 1910, un niño de 12 años, Rogelio Drio- llet, quien luego sería un conocido médico, estaba en el ce- menterio en el momento que en el mausoleo de la familia Zavalla se cambiaba de caja el cadáver del ge- neral Benavides para trasladarlo a la bóveda de don Domingo Gervasio. Driollet dio este testimonio: “Benavides, a más de medio siglo de su muerte, estaba casi intacto. De pie en el ataúd, imponente su figura de casi un metro noventa. La visera de la gorra militar a ras de los ojos; la casaca azul, la bombacha roja, el sable al cinto y las botas a la usanza federal. Una sombra de bigote sobre el labio y un esbozo de sonrisa en el conjunto del rostro”. 50 años después C iento dieciséis manzanas (trece cuadras de largo por nueve de ancho) pobladas por casas chatas y sin valor arquitec- tónico, componían la ciudad de San Juan en la época de Benavides. Frente a la plaza se alzaba el edificio más importante: la catedral, coro- nada por sus dos torres y comen- zada en 1712 por los padres jesuitas. Sobre la calle del Cabido (actual Ge- neral Acha), también frente a la plaza mayor, estaba el Cabildo. La casa de Benavides, sobre la ac- tual calle Santa Fe, vereda norte, entre Acha y Mendoza, servía de Casa de Gobierno y frente a ella, en diagonal, ocupando la manzana deli- mitada por las calles Santa Fe, Cór- doba, General Acha y Tucumán, estaba el cuartel de San Clemente. Todas las calles eran de tierra, no había casi árboles ni acequias y eran muy angostas (12 metros de ancho de pared a pared) y sin veredas. Al llegar la noche, las calles sin ilumi- nación se transformaban en verdade- ras “bocas de lobo”. La ciudad

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