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compartida, varios vinos, cierto desparpajo, una extraña voca‑
ción por estrenar ideas y una pizca de alma atorrante.
De tamaña mezcla sólo puede surgir una atalaya desde donde
mirar la vida con todas sus facetas, sus matices, su color.
En esa atalaya, reina la palabra.
La palabra es lo que diferencia al hombre de los animales.
Las palabras nacieron para ser escuchadas.
En el principio existió el
fonos
, ‘el sonido’ y del fonos salió el
logos
, ‘el concepto’.
En nuestra sociedad se suele considerar culto a aquel que está
embebido en los libros, en la cultura impresa, y no tanto, a
quien percibe y concibe la realidad
mediante el diálogo.
No olvidemos nunca que la imprenta es un invento moderno y
que hasta su aparición la cultura escrita estaba relegada en los
claustros de las abadías, mientras que la herencia oral es casi
consustancial al ser humano
.
Las tertulias o estas simples cenas de los jueves recuperan la
tradición oral, recogen el legado del primer cronista de las ca‑
vernas, es hija de los juglares que recorrían los caminos para na‑
rrar las gestas, relatar los sucesos, dar cuenta de los nuevos
hallazgos de las ciencias y las artes de su tiempo.
Tratamos que lo cotidiano no nos introduzca en laberintos sin
salidas en los que las política o la religión transforme el diálogo
en simples rencillas.
Entonces, una simple pregunta puede ser el puntapié inicial.
Por ejemplo:
—Oiga… ¿no les aburre hablar siempre de los mismos temas?
—¿Y de qué querés que hablemos?, ‑escuché decir a Sergio.
—Te largo uno… Si hoy les dijeran; te quedan exactamente
quince días de vida… ¿Cómo invertirían ese tiempo?
Al principio las respuestas fueron en tono jocoso. Del estilo de:
Juan Carlos Bataller
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