la_cena_de_los_jueves2 - page 18

—¿Ella es tu mujer?
—Sí, doctor.
—Vení que te vea ese ojo—,
dijo Cantoni.
La mujercita se acercó a la luz y Cantoni la miró
con detenimiento.
—Te has estado restregando mucho ese ojo.
¿Qué te ha pasado?
—Debe haberme entrado algo...
Cantoni sacó su pañuelo y lo pasó por el ojo de la
mujer.
—Ya está. Ya salió la basurita. No te toques
ahora, para que no se te inflame más.
Pronto se arrimaron otras mujeres para que el doc-
tor les viera los hijos.
—Este niño está muy debil, vas a tener que
darle de comer—,
dijo a una.
—Es que se me ha terminado la leche y no puede
mamar...
—Probá con la leche de burra. Eso te lo va a
poner fuerte.
Cantoni se sacó la manta que cubría sus hombros.
—Abrigá a ese niño que debe tener frío—,
dijo,
entregando la manta a la mujer.
—Gracias doctor, Dios se lo pague.
—Vamos a comer que el cordero se pasa—,
se
escuchó una voz.
Uno de los jóvenes venidos de la ciudad cortaba
rebanadas de pan que entregaba a la gente. Otro les
daba un pedazo de cordero.
Bajaron del auto unas damajuanas de vino y pronto
los jarros comenzaron a circular de boca en boca.
—Salud doctor Cantoni. Y ya sabe, estoy con
usted paílo que necesite dijo Rómulo.
—Y claro que te vamos a necesitar. Tenemos que
llegar al gobierno para cambiar las cosas.
C
uando ya entrada la noche el auto partió
con rumbo a Jáchal, seguido por los hom-
bres a caballo, el silencio y la oscuridad
volvieron a reinar en Niquivil.
Juan se acercó a Rómulo, que permanecía pensati-
vo junto al fogón que iluminaba ténuemente a su
alrededor.
—Linda noche... ¿no es así don Rómulo?
—La mejor de mi vida.
—¿Lo dice por el cinematógrafo?
—No Juan. Lo digo por Cantoni. Este hombre
tiene que llegar al gobierno pa’ que las cosas cam-
bien.
T
reinta años tenía Cantoni, en aquellos
años 20.
Y en aquel ambiente provinciano su pre-
sencia no podía pasar desapercibida.
Porque no era un hombre común.
Era dinamita pura, energía concentrada.
Federico hizo la escuela primaria en la Superior
Sarmiento y comenzó el secundario en el Colegio
Nacional, de donde fue expulsado por organizar
una huelga, por lo que continuó sus estudios en el
Colegio Nacional Agustín Alvarez de Mendoza.
Se radicó luego en Buenos Aires donde se graduó
de médico en la Facultad de Medicina, en 1913.
La sociedad sanjuanina recibió con curiosidad a
aquel joven médico que volvía al terruño. Un
título siempre daba prestigio. Más si su poseedor
es hijo de un brillante científico. Federico tenía
reservado, sin duda, un lugar expectante en la
sociedad y se transformaba en un candidato ape-
tecible para las chicas provincianas.
P
ero Cantoni no era lo que la gente de alta
sociedad esperaba que fuera.
Era Cantoni.
Inmediatamente se radicó en San Juan, abrió su
consultorio y pronto los sectores más humildes
de la ciudad fueron sus pacientes.
En parte porque cobraba poco o no les cobraba
pero en gran medida porque lo consideraban un
gran profesional y un hombre que hablaba el
mismo idioma que el pueblo.
Afiliado a la Unión Cívica Radical, organizó el
Club Baluarte, que nucleó a la juventud del parti-
do. Con un grupo de no más de medio centenar
de jóvenes, el naciente caudillo salió a recorrer
fincas, pueblos y lugares de trabajo. A diferencia
de los viejos políticos, no rehuyó recorrer distan-
cias a caballo o en antiguos autos por intransita-
bles caminos para cautivar a la gente con su dis-
curso en defensa de los obreros y con duras críti-
cas hacía el propietario que los explotaba.
El padre, Angel Cantoni, no era el inmigrante
común de aquellos años que llegaba a la
Argentina en busca de un futuro mejor, huyendo
del hambre y las necesidades. Venía de la Alta
Italia, donde había nacido en Carbonara de
Tescino, en Lomellia, el 28 de noviembre de
1853.
En la universidad de Pavia obtuvo el título de
agrimensor en 1872, con 19 años, graduándose
de ingeniero de Minas en la Academia de
Freyberg, Sajonia, en 1882.
Una firma de Alessandría –Miguel Torres e
hijos- lo contrató y en 1887 lo envió a San Juan
para estudiar el mineral de Sierra de La Huerta.
T
erminada su tarea, el ingeniero
Cantoni regresó a Italia donde contrajo
enlace con una italiana de origen irlan-
dés, Ursulina Aimó Boot, dama de una volun-
tad a prueba de hierro y un carácter muy fuerte.
Fue entonces cuando se lo llamó para dirigir la
Sociedad Minera Andina constituida en Buenos
Aires.
Pero el ingeniero ya había hecho sus contactos
y pronto se vino a vivir definitivamente a San
Juan donde fue designado en 1891 profesor de
la Escuela de Minas, teniendo a su cargo las
cátedras de Mineralogía, Geología y
Paleontología.
De este matrimonio formado por un científico
tranquilo, estudioso, dedicado con amor a su
profesión y una mujer de sangre irlandesa y
fuerte personalidad nacieron tres hijos.
El mayor de ellos se llamó Federico José María
y nació el 12 de abril de 1890. Luego lo segui-
rían Aldo, en 1892 y Elio en 1894
Federico no se parecía en nada a su padre.
El era la acción, la fuerza.
Sus colaboradores le tenían una fidelidad abso-
luta, en la que se mezclaba el respeto y la admi-
ración. Estaban prontos para satisfacer sus
mínimos deseos y lo imitaban en los gestos y
las palabras.
C
uando le convenía se hacía el bruto
pero tenía una buena formación cultu-
ral. Sabía interpretar el sentir del
hombre común. Desaliñado en el vestir, era
buen orador. Sus palabras la entendían todos.
Tenía una voz fuerte y grave. Adornaba sus dis-
cursos con dichos y frases, a veces con térmi-
nos muy vulgares. Era temible para sus adver-
sarios.
Pero nadie dejaba de escucharlo.
Federico Cantoni
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