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uchas otras cosas queda-
ron atrás en la provincia,
como por ejemplo toda esa
actividad que Leopoldo y
yo desplegábamos durante sus campa-
ñas, que a veces eran cosas de locos.
Mi marido siempre me llevaba con él.
Primero tuvimos un Kaiser Carabella
color verde, en 1963, y salíamos a las
seis o siete de la tarde porque Leopoldo
durante todo el día estaba en el comité,
atendiendo a la gente. A esa hora lle-
gaba a casa y me decía: “Ivelise, acom-
pañame, vamos a recorrer tal o cual
departamento”, así, sin avisar; yo estaba
ocupada con los chicos, la casa o ya es-
taba cansada. Pero iba. Llegábamos
donde él quería ir, bajábamos en una
casa cualquiera, tocábamos el timbre —
ya era de noche—, salía una señora o
nos ladraba un perro o aparecía el
dueño de casa... todos medio dormidos,
la gente en el campo se acuesta tem-
prano. Íbamos él y yo solos, a veces
En esta nota Ivelise cuenta situaciones dramáticas
que le tocó vivir. Pero lo hace con un humor muy
especial.
Viernes 25 de noviembre de 2016
también nos acompañaba un guardaes-
paldas que había sido custodio de Fede-
rico Cantoni cuando joven, de nombre
Nicasio Mazarico; él llegaba y comía, to-
maba, se sentaba en el auto y a los dos
minutos los ronquidos se oían a media
legua. Lo dejábamos, qué íbamos a
hacer.
lll
Estaba excedido de peso Mazarico, era
muy robusto. Leopoldo había sujetado
tremendo parlante en el techo del coche
y me pedía a mí que gritara:
“¡Viva
Bravo!, ¡¡¡Viiiva Braaavo!”
, ahí, en la
mitad del campo, en medio de la noche
entre caseríos y ranchos. Mi marido,
para todo lo que fuera acto público o
contacto con el pueblo, me había dado
especiales instrucciones que yo ponía
en práctica. Yo trataba de complacerlo.
La gente salía con un farolito a ver qué
pasaba, y a veces no salía nadie. Enton-
ces Leopoldo se impacientaba y decía:
“Pero ¡qué pasa que no sale nadie!”
, y
él mismo tomaba el micrófono y después
que yo gritaba:
“¡Viiiva Braaavo!”
, él
con voz de hombre gritaba a su vez
“¡Viva!... ¡Viva!”
. A veces nos turnába-
mos, él gritaba y la que contestaba con
voz de mujer era yo, y también hacía lo
suyo Mazarico, cuando estaba en condi-
ciones. Ese hombre, que ya murió, se
jugó la vida por Federico Cantoni mu-
chas veces.
Debo decir que respeto y admiro a las
gentes de la custodia y a las personas
que nos han servido a lo largo de los
años. Los protectores y sus protegidos
hacen esfuerzos por mantener una dis-
tancia profesional, pero cuando uno
pasa el día junto a ellos o ellas, se
acaba por desarrollar una relación de
confianza y amistad. Mi marido, mis
hijos y yo los hemos conocido bien y sa-
bemos que son seres humanos cálidos,
fieles, valientes y reflexivos.
lll
Una vez me encontré cara a cara con
otra Ivelise —desde que llegué a la pro-
vincia muchas madres le pusieron este
nombre a sus hijas—, cuyos padres las
habían bautizado así en mi honor, por
ser la primera dama sanjuanina. La niña
tenía cuatro meses de vida y yo le dije a
su madre que cuando sea grande le
cuente que deseo conocerla, no importa
donde viva yo ni dónde esté ella.
Volviendo a los recorridos de campaña,
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Las memorias de
Aventuras y desventuras en
las campañas con Leopoldo
IVELISE
Octava parte
Visitando una
humilde vi-
vienda con
Gladys Leiva y
Rosa Cerratti,
en la localidad
de Iglesias