El Nuevo Diario - page 6

Viene de página anterior
s
Viernes 25 de noviembre de 2016
6
ULTIMO CAPITULO
En nuestra próxima edición la
doctora Ivelise Falcioni de
Bravo cuenta aspectos de su
vida familiar, su relación con
Leopoldo Bravo y el amor de
este por su madre. Será
el último capitulo de esta
historia relatada por una de
las protagonistas de la vida
provincial.
La semana próxima
LAS MEMORIAS DE IVELISE
más, aunque nunca fui muy dormilona.
Pero no había forma, era imposible. Leo-
poldo a primerísima hora de la mañana
empezaba con la ducha, y tenía una
costumbre que nunca pude entender,
para bañarse no sólo abría las canillas
de arriba; abría también las de abajo, las
del lavatorio y hasta las del bidet. Las
abría totalmente, al máximo, el ruido pro-
veniente del baño era como el de una
catarata, un torbellino de agua, un ja-
cuzzi gigante, así que mal podía yo
echarme otro sueñito. Y mi marido sin al-
terar su costumbre. A él le gustaba ba-
ñarse así, y así se bañaba nomás. Decía
que salía poca agua.
lll
Leopoldo muy temprano se iba a lo
suyo. Le gustaba acercarse en el heli-
cóptero piloteado por Lichardi a supervi-
sar la construcción del camino a Chile, a
las cinco de la mañana. Lo hacía con fre-
cuencia; llevaba facturas y termos con té
y café para los hombres que trabajaban
a cuatro mil quinientos metros de altura.
Yo me iba a la Escuela Superior Sar-
miento donde dejaba a los chicos, por-
que o los acercaba o los iba a buscar;
cuando regresaban los ayudaba a hacer
los deberes, y a la noche, vuelta a hacer
campaña o nos íbamos los dos al par-
tido.
lll
P
ero yo era joven, tenía energía, y ade-
más me interesaba mucho estar en el
partido, quería ir. Ahí se reunían todos, y
después de las diez, once de la noche,
empezaban a salir a la calle. No siempre
al campo, al rancho, también a las dife-
rentes casas a las que éramos invitados.
Leopoldo muchas veces me decía:
“Hasta luego, Ive, vuelvo en un rato”
y
desaparecía uno o dos días. A mí me
caía muy mal, le reclamaba:
“¡pero por
qué me decís hasta luego y te vas así,
por qué no me avisás, decíme por lo
menos cuando volvés!”
. Otras veces
yo recorría los departamentos con él,
nos acompañaban los chicos, por lo cual
yo preparaba todo lo que ellos podían
necesitar: la comida, las mamaderas, la
ropita... apenas me descuidaba se esca-
paban, se iban a jugar por ahí. Una vez
inauguraron un aserradero de una fami-
lia llamada Laciar, muy bloquista; yo los
llevé, impecables, con unos chalequitos
de angora nuevos, recién estrenados...
Los chalequitos quedaron completa-
mente arruinados por el aserrín, que vo-
laba por todos lados y también porque
mis hijos se revolcaron todo lo que qui-
sieron en el polvo de madera; con algo
se tenían que entretener.
lll
E
n una de esas salidas proselitistas la
pasé realmente mal. Íbamos a un acto
en el Cristo Redentor para poner una
placa y el acceso no era fácil. Estaba
embarazada de Fernando y la presión
arterial, como siempre, me hacía sus ju-
garretas. Le decía a mi marido cuando
me mareaba: “Leopoldo, me bajó la pre-
sión” y él enseguida sacaba un frasquito
de no sé dónde y me daba coramina. Yo
le decía” “A mí la coramina no me hace
nada”, en realidad me hacía sentir peor.
Y él: “Ya llegamos, ya llegamos, no te
preocupes”. Íbamos en auto, ¡unos pre-
cipicios...!. Cuando llegamos al lugar es-
taba el puesto de gendarmería, había un
médico y le dije que me sentía mal, que
no iba a poder mantenerme en pie du-
rante el acto. El médico enseguida me
hizo recostar en un pequeño catre, me
dio Effortil, un té con mucha azúcar y ahí
comencé a sentirme un poco mejor, me
subió otra vez la presión, pero no veía la
hora de bajar al llano.
lll
Sólo que esa vez el regreso a nuestra
casa no iba a ser directo, sino que nos
esperaban unos cuántos desvíos de los
que no estábamos al tanto. Porque no
bien terminó el acto, le acercaron a Leo-
poldo un cable con una invitación. “Ive-
lise, ¿cómo seguís? Nos invitan a una
comida con gente de La Hora del Pueblo
y jefes de partidos provinciales, en San
Luis, esta noche. ¿Te animás?”, me pre-
guntó, con una sonrisa seductora. Em-
pecé a protestar enérgicamente:
“¡¿Ahora?!, ¡¿A San Luis?!, ¡¿A una co-
mida?!, ¡Pero, Leopoldo, no te estoy di-
ciendo que no me siento bien!”. No hace
falta un cociente intelectual demasiado
elevado para saber cómo terminó el diá-
logo. Fui. Como ya había adquirido
cierta experiencia en estas cuestiones,
siempre viajaba con un vestido presen-
table por si surgía algún imprevisto. Está
visto que la precaución no estaba
demás, porque el imprevisto surgía. Y
ahí partimos, al Regimiento de San Luis
donde nos esperaban para cenar el go-
bernador, militares y políticos. Yo necesi-
taba imprescindiblemente ducharme,
arreglarme un poco la cara, peinarme.
Le digo: “Leopoldo, dame un minuto, ne-
cesito ponerme presentable”, pero el mi-
nuto no me lo dio, me dijo: “está bien,
apurate”, dio media vuelta y se fue. Y yo
por salir corriendo detrás de él lo seguí
con un ojo pintado y el otro no... y así es-
tuve casi toda la noche, hasta que en un
momento dado me escabullí por ahí y
me maquillé el otro ojo.
lll
Pero todavía faltaba mucho para que mi
esposo y yo finalmente pudiéramos sen-
tarnos a la mesa, cenar y descansar un
poco. Entre saludo y saludo yo le co-
mentaba a Nelly de Atienza, esposa del
secretario privado de Leopoldo, que me
sentía agotada. En esas quejas estaba,
con un ojo maquillado y el otro todavía
no, al mejor estilo de
La naranja mecá-
nica,
cuando alguien sonriente se
acerca para informarnos de la sorpresa
que nos tenían preparada... para antes
de la cena. Todo estaba listo en Potrero
de los Funes para agasajarnos: se había
organizado un acto con oradores, bailes
folklóricos... no empecé a gritar ahí
mismo porque la esposa de un político
prominente no hace un brote psicótico
en público. Queda feo. Traté de mante-
ner la calma —me costó—, hice lo posi-
ble por estar a la altura de las
circunstancias. Sin decir esta boca es
mía me saqué los zapatos de taco que
hacían juego con el vestido presentable,
me calcé unas boyero que también
siempre llevaba conmigo, y así, a medio
maquillar, me dejé llevar a Potrero de los
Funes. Allí escuchamos unas zambas,
unas cuecas, tomamos algo, bailamos
folklore y comimos algunas empanadas,
abrasados por un calor demoledor,
aplastante. En un momento dado pude
escaparme unos minutos, me recogí el
pelo con una hebilla —lo tenía pego-
teado en la nuca por la transpiración— y
me preparé para la cena en el Regi-
miento, que terminó pasada la mediano-
che. Y como Leopoldo siempre tuvo
reservas inagotables de energía, termi-
nada la cena me sugirió calmadamente,
mientras balanceaba una copita de un
tinto riquísimo en la mano:
-ivelise, ¿qué te parece si nos vamos
a San Juan y ya dormimos en casa?.
—¡Me tiro al suelo acá mismo Leopoldo!
¡No voy a ningún lado! ¡Ni que me lleven
a la rastra!
Pero fui. Llegamos a las cuatro de la
mañana. Todavía no se había construido
el camino por El Encón, que corta cerca
de doscientos kilómetros entre San Luis
y San Juan, por eso demoramos todo
ese tiempo. Leopoldo descansó un par
de horas en la comodidad de nuestro
hogar y amaneció completamente fresco
y renovado. Confieso que yo también
me desperté sintiéndome bien, o en todo
caso mucho mejor que el día anterior. Es
que era joven, tenía treinta y cinco
años.... Después de tanto rezongo me
decía a mí misma,
“qué cosa, este
hombre tenía razón, ya estamos en
casa, sino a estas horas todavía esta-
ríamos en San Luis...”.
Ivelise comiendo em-
panadas con el perso-
nal de servicio de la
Casa de Gobierno
sanjuanina.
Leopoldo muy temprano se iba a lo suyo.
Le gustaba acercarse en el helicóptero
piloteado por Lichardi a supervisar la
construcción del camino a Chile, a las
cinco de la mañana.
1,2,3,4,5 7,8,9,10,11,12,13,14-15,16,17,...28
Powered by FlippingBook