Viernes 25 de noviembre de 2016
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de tanto en tanto y a las cansadas al-
guien asomaba la nariz, y no bien lo
veían a Leopoldo lo reconocían:
“¡Pase,
pase, doctor Bravo...!”
. Nosotros pasá-
bamos. Y nos encontrábamos con es-
pectáculos deplorables, sin demasiadas
variantes. Era lo mismo en todas partes:
los chicos, los catres, pobre gente, dur-
miendo todos juntos... Y Leopoldo se
sentaba, en un tronco de árbol, en un
cajón de fruta y empezaba a hablar. Mu-
chas veces había familias enteras, los
abuelos, los padres, los hijos, todos se
levantaban y nos ofrecían mate cocido,
lo único que tenían. En una ocasión una
mujer nos dijo:
“Tengo un lechoncito”
,
pero del lechoncito sólo quedaban las
orejas, que ella cortó en tiras muy finitas
y yo me las tuve que comer, con pelos y
todo. Leopoldo me decía siempre lo
mismo:
“Comé, para no despreciar, no
importa lo que te ofrezcan”
, y a veces
simplemente nos convidaban agua en un
jarro que era lo único que había, y de la
misma lata tomábamos todos, ensucián-
donos con las babas de los demás. El
agua era de la acequia, o a veces de bo-
tella.
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Leopoldo me insistía mucho en que si
quería conocer cómo era un pueblo, un
país, debía ir a sus mercados populares,
comer ahí lo que hubiere y escuchar a la
gente. Esto me lo hizo poner en práctica
infinidad de veces, en todos los países
que visitamos, que no fueron pocos. En
una oportunidad, en Nueva Delhi, fuimos
a parar como de costumbre al mercado
popular. Allí observé un espectáculo muy
curioso: sobre una tarima, un cocinero
indio preparaba una ensalada, cortando
y picando las frescas hojas verdes en
una tabla de madera, mientras que con
sus dos pies, que sumergía por turno en
una tina de agua dudosamente limpia,
removía la lechuga, el repollo, los rába-
nos que más tarde pasarían a formar
parte de la ensalada.
“Qué habilidad la
de este hombre”
, pensaba yo. Cuando
la operación de lavado y picado con-
cluyó, tomó distintos aderezos y condi-
mentos: aceite, vinagre, sal, especies y
otros que no pude identificar, los puso en
su boca, hizo un monumental buche, y
luego esparció la mezcla escupiéndola
sobre la ensalada, en una fina e intermi-
nable lluvia perfumada. Inmediatamente
llegaron a mis oídos las temidas pala-
bras de Leopoldo, quien se rió dicién-
dome:
“Ive, probemos esta ensalada,
¿te parece? No, no me parecía... pero
la probé.
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Recorrimos prácticamente el mundo en-
tero y también Argentina, de norte a sur
y de este a oeste. Vi de todo, comí de
todo, estuve en los mejores lugares y
también en los peores. Y Leopoldo en
sus recorridos de campaña hablaba a
todos por igual, sin fijarse si tenía en-
frente a dos personas, a tres o a mil. Y
mientras él charlaba con la gente me
pedía:
“Ivelise, andá a buscar a los ve-
cinos, despertalos, deciles que está el
doctor Bravo que les quiere hablar”
.
Eran las diez, once de la noche, yo es-
taba embarazada... Ya tenía dos hijos en
esa época, estaba esperando a Fede-
rico, y a veces le pedía a la dueña de
casa:
“Señora, por favor, sáqueme de
encima este perro, me está tirando
todas las pulgas, haga que se lleven
este perro de acá”
, se lo llevaban... el
perro volvía... Después aprendí a llevar
cosas conmigo, en el baúl del coche:
facturas, alguna gaseosa, un paquete de
arroz o azúcar, maizena o harina, yerba,
algo para que pudieran amasar y repar-
tía estas cositas mientras mi marido ha-
blaba y hablaba. Yo aprendía mucho de
lo que decía Leopoldo, lo escuchaba con
toda atención, pero llegaba un momento
en que ya no daba más con el frío, con
la criatura que llevaba en el vientre, con
los perros que andaban husmeando por
todas partes. Hasta que un día se me
ocurrió llevar mi propio vaso, un platito
cualquiera, entonces decía:
“No se
preocupe señora, yo traje mi vaso”
, y
llevaba dos o tres más por si hacían
falta. A veces, mientras Leopoldo les
contaba el plan de gobierno, yo sentía
que me iba entumeciendo de a poco, por
las bajas temperaturas, entonces le
decía:
“Leopoldo, tengo chuchos de
frío”
y la gente me acercaba unas brasi-
tas de carbón para que me calentara los
pies y así era todo, y al día siguiente
vuelta con lo mismo.
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E
ra raro que mi esposo hiciera estos re-
corridos sin mí, aunque de vez en
cuando se iba solo. Otras veces partía-
mos juntos liderando una caravana con
más hombres, que iban anunciando de
casa en casa el paso del dirigente, to-
cando timbres, golpeando puertas, avi-
sando a los pobladores del lugar que el
jefe del bloquismo iba a pasar por allí
aunque más no fuera para darles un
apretón de manos. Leopoldo siempre
disfrutó enormemente el contacto con el
pueblo. Le gustaba hablar con la gente y
escuchar, en mucha mayor medida que
ser escuchado. Entre su auditorio había
radicales, peronistas, bloquistas, pero a
él no le preocupaba las filiaciones políti-
cas. Contaba su plan de gobierno, lo que
pensaba hacer, sus experiencias en la
diplomacia, me presentaba a todos, ha-
blaba acerca de sus hijos y del nuevo
por nacer. A veces yo, a un tris de caer
redonda de cansancio y con mi panza a
cuestas le pedía:
“Leopoldo, si no te
vas todavía, por favor, que me lleve al-
guien de vuelta a casa, no me siento
bien, me bajó la presión”
.
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E
n esos recorridos siempre estaba pre-
sente Navarta, un asiduo miembro de la
comitiva. El hombre también andaba con
su esposa de acá para allá; tenían una
pajarería. Yo le rogaba, con voz desfalle-
ciente:
“Navarta, por favor lléveme a
casa, estoy descompuesta”
, y Na-
varta, si mi marido lo autorizaba, me lle-
vaba. Y se pasaba todo el trayecto
hablándome de la luz mala, contándome
historias macabras, de aparecidos, de
almas en pena, que él creía a pie junti-
llas. Yo protestaba:
“Navarta, ¡quiere
hacer el favor de dejar de hablarme de
la luz mala en pleno campo y en mitad
de la noche!, ¡estoy cansada, cá-
llese!”
. Cuando ponía un pie en casa,
irremediablemente mis hijos se desperta-
ban y cuando uno no lloraba, al otro le
había llegado la hora del biberón o de
cambiarle los pañales de tela, no exis-
tían los descartables, y en esos casos
era yo quien los atendía, los mimaba, los
arropaba, porque las mujeres que traba-
jaban en la casa dormían al fondo, no
oían nada a esa hora o no querían oír.
Cuando teníamos un acto partidario, una
cena de gala o algún otro evento formal,
me vestía con todas mis galas, acorde a
la ocasión, pero para que mis hijos se
fueran a dormir tranquilos —porque
cuando sospechaban que yo iba a salir
se armaba la menesunda—, sobre el
vestido de fiesta me calzaba el camisón
o un batón y me acostaba junto a ellos,
esperando que se durmieran. Mis chicos
no se rendían tan fácilmente, pero yo
caía como una piedra, me dormía en el
momento mismo de poner la cabeza en
la almohada, así como estaba, vestida,
maquillada, peinada, con el camisón en-
cima.
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Entonces Leopoldo desde la planta baja
gritaba:
“¡Vamos, Ivelise! ¡qué pasa!”
,
y yo me despertaba como si hubieran
hecho sonar un gong a dos centímetros
de mi cabeza, los chicos semidormidos
también y ahí empezaba el baile otra
vez. A pesar de estas tretas, más de una
vez no hubo caso y me tuve que quedar.
Otras, cuando por fin mis angelitos se
entregaban en brazos de Morfeo, me
quitaban la ropa superpuesta y medio
dormida medio despierta, salía por fin
con mi marido, que me aguardaba
desde hacía rato.
R
ecuerdo también de esas épocas que
el verano en San Juan era tan caluroso
que a veces me quedaba a dormir en la
azotea, desde donde se divisaba la pre-
cordillera y donde corría algo de brisa,
cuando todavía no había aire acondicio-
nado y los ventiladores no servían más
que para mover el aire caliente. Pero
como nada es perfecto, la incomodidad
en esas ocasiones aparecía con forma
de mosquito y además me despertaba
de madrugada, con los primeros rayos
del sol bailoteándome en el rostro.
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D
ejaba a los chicos con una señora,
Cora, que ya era mayor y que cuando se
iba a dormir no se despertaba hasta la
mañana siguiente. Las que tuvieron una
pureza, una lealtad meridiana, fueron
Rosita Berberita Flores, doña María
Luna de Zavala y Lidia Calíbar. Doña
María era una señora de edad y me es-
peraba sentada atrás de la puerta de la
cocina... ¡hasta cualquier hora...!;
cuando yo volvía me preguntaba si que-
ría comer algo, tomar algo. Yo me in-
quietaba, una señora tan mayor:
“Doña
María ¡qué hace acá!, ¡hágame el
favor de irse a dormir!, ¿no ve lo
tarde que es?”
. Pero doña María —su
nombre completo era María Luna de Za-
bala— no aflojaba:
“No, señora, usted
viene cansada, puede necesitar algo,
o el doctor...”.
Yo me ocupaba entonces
de mis hijos, puesto que cuando estos
partían al colegio por la mañana, si yo
quería podía descansar un par de horas
Ivelise con niños de la
localidad de Bella Vista,
Iglesia
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Recorrimos prácticamente el mundo
entero y también Argentina, de norte a
sur y de este a oeste. Vi de todo, comí
de todo, estuve en los mejores lugares
y también en los peores.