Sábado 2 de enero de 2016
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ciaría a ella, sino que, años después, y a
pesar de que la habían casado con un tal
Lucio Casio Longino, Calígula la compar-
tió y fue Drusila, al mismo tiempo, esposa
legítima de su hermano.
Incluso durante una grave enfermedad
que parecía iba a ser definitiva y con un
fatal desenlace, Calígula nombró como
heredera a su misma adorada hermana y
esposa. Justificaba esta atípica relación
en que, en las dinastías de los Ptolomeos,
en su adorado Egipto, esto —la unión de
dos hermanos— era considerado una re-
lación incluso sagrada.
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Su amor hacia Drusila le llevó a sentarla
junto a él en el Olimpo que había creado
con su misma persona como dios princi-
pal, divinizándola también. Cuando ella
murió, Calígula no tuvo consuelo, y muy
afectado, ordenó e impuso un luto gene-
ral, dictando durísimos castigos para los
que, en ese período de duelo, se baña-
ran, se rieran aunque fuese poco o, en fin,
hubieran comido en familia de forma dis-
tendida o agradable. A continuación huyó
de Roma y no paró hasta Siracusa. A su
regreso, volvió desaliñado, con los cabe-
llos enredados y obligando a que, en ade-
lante, todos juraran por la divinidad de la
difunta Julia Drusila. Desde el primer mo-
mento imprimió a su reinado de una
pompa desconocida, asumiendo de
hecho una teocracia en lo externo, deu-
dora de lo helenístico-oriental entre lo que
incluyó actos como el de acostarse, ade-
más de con Drusila —que siempre sería
su preferida—, con sus otras hermanas,
las cuales, después de yacer en el lecho
del emperador
, fueron entregadas por
éste a varios amigos como auténticas
prostitutas que estos podían utilizar y
explotar a su antojo.
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En otra ocasión, habiendo sido invitado a
la boda de un patricio llamado Pisón, du-
rante el banquete decidió robarle la es-
posa (Livia Orestila) al atónito flamante
marido, llevándosela a sus aposentos y
poseyéndola. Justificó este rapto y pose-
sión en que, realmente, Livia era su es-
posa, y amenazó a Pisón si tenía la
audacia de tocar a su mujer. Y es que las
caricias impacientes de los desposados
habían enardecido a Calígula,
que quiso
adelantarse al marido en el disfrute de
la todavía virgen esposa.
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Esta conducta indigna del Emperador no
era excepcional, ya que en los banquetes
solía examinar detenidamente a las
damas asistentes, y no evitaba levantar-
les los vestidos y comparar sus intimida-
des, escogiendo a alguna y retirándose
para gozarla, como hiciera con la desgra-
ciada Livia Orestila. Después regresaba
con evidencias del encuentro y se delei-
taba ante los asistentes con confidencias
sexuales sobre la arrebatada de turno.
Fue también amante de Enia Nevia, es-
posa de Macron, y entre las cortesanas,
su favorita fue Piralis. Asimismo
, se diver-
tía mucho divorciando, en ausencia de
sus maridos, a damas de alta alcurnia,
con las que también se acostaba.
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No obstante, y por medios legales, Calí-
gula tuvo otras esposas:
Junia Claudila
(que falleció tras su primer parto), la
misma esposa de Pisón,
Livia Orestila,
Lolia Paulin y Cesonia.
Esta última fue
la que más le duró, al parecer por sus
artes libertinas, que excitaban al Empera-
dor de manera especial y lo hacían deudor
de sus caricias. La pasión por Cesonia y la
manera cómo la consiguió, son dignas del
carácter del Emperador.
Era Cesonia una bella matrona llena de
sabiduría a quien Calígula conoció el
mismo día que ella paría en palacio (de
donde era habitante como una mas de las
muchas personas al servicio del empera-
dor) una hermosa niña.
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Encariñado desde ese momento con la
madre y con la niña, puso a ésta el nombre
de Drusila, en honor de su hermana y
amante, y se proclamó padre de la cria-
tura. Y, puesto que era el padre por su pro-
pia decisión, automáticamente obligó a que
se le reconociera también como esposo de
la madre, Cesonia. Momentáneamente
metamorfoseado en ilusionado padre de
familia, condujo a su esposa e hija a todos
los templos de Roma, presentando a la pe-
queña a la diosa Minerva para que le insu-
flara saber y discreción. Sin embargo
Cesonia ya había parido tres hijos de su
matrimonio anterior con un funcionario de
palacio, además era una mujer con la ju-
ventud ya perdida y no excesivamente her-
mosa. Por lo que se rumoreaba que
aquella locura de Calígula por ella se debía
a que Cesonia le había dado algún brebaje
afrodisíaco, como por ejemplo, uno muy
conocido extraído del sexo de las yeguas.
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Perdido el norte, Calígula empezó a practi-
car toda una serie de conductas absurdas
y crueles como, por ejemplo, entre las pri-
meras, el nombrar cónsul a su caballo fa-
vorito,
Incitatus (Impetuoso)
, al que puso
un pesebre de marfil y dotó de abundante
servidumbre a su disposición. Y, entre las
segundas, su deseo, expresado a gritos,
de que
«el pueblo sólo tuviera una ca-
beza para cortársela de un solo tajo»,
producto de una rabieta imperial al opo-
nerse el público del circo a la muerte de un
gladiador contra lo decidido por Calígula.
También se distraía llevando personal-
mente, unas cuentas consistentes en re-
dactar la lista de los prisioneros que, cada
diez días, debían ser ejecutados.
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Otra contabilidad llevada personalmente
fue la de
su propio gran prostíbulo
, que
había hecho construir dentro del recinto de
su palacio y que resultó un negocio re-
dondo. En otro orden de cosas, y para pro-
ducir aún más terror, todas estas
distracciones las vivía disfrazándose y ma-
quillándose de forma que sus actos, de por
sí ya terribles, contaran con el añadido de
lo siniestro, de manera que sus caprichos
resultaran implacables haciendo temblar a
sus víctimas aún más. Las ejecuciones
eran tan numerosas que, a veces, no
había una razón medianamente compren-
siva para tan definitivo castigo, como en el
caso del poeta Aletto, que fue quemado
vivo porque el Emperador creyó toparse
con cierta falta retórica en unos versos
compuestos, precisamente, a la mayor
gloria de Calígula, por el desgraciado
vate.
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La crueldad de Calígula podría resumirse
en una frase que se trataba, en realidad,
de una orden dada a sus matarifes res-
pecto a cómo tenían que acabar con sus
víctimas. Era ésta:
«Heridlos de tal
forma que se den cuenta de que mue-
ren».
La lista de sus desafueros sería in-
terminable. A modo de muestreo,
podemos decir que el Emperador, imbuido
muy pronto de su carácter divino, hizo
traer de Grecia algunas estatuas, entre
ellas la de Júpiter Olímpico, escultura a la
que ordenó arrancar la cabeza y susti-
tuirla por una suya, y desde ese momento
rebautizada como Júpiter Lacial (él
mismo, transformado en el dios de dioses
del Lacio).
El siguiente paso será la elevación de un
templo en honor de ese nuevo dios y la
presencia en el mismo de otra escultura,
ésta de oro, y que cada día era vestida
como el propio Calígula, en una especie
de simbiosis y travestismo entre aquel ar-
tista llamado Pigmalión y su modelo, y
que evidenciara de manera inequívoca, la
naturaleza celestial del Emperador. Tam-
bién, y sin duda todavía en las alturas de
su particular Olimpo, invitaba a la Luna
(Selene) en su plenilunio, a que se acos-
tara con él.
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Al final de su reinado, Calígula intentó que
se le proclamara Dios. Podría tratarse de
otra manifestación más de su locura o de
una estratagema política para aumentar
su poder entre los pueblos helenísticos,
acostumbrados a tratar a su soberano
como una divinidad. La verdad es que era
el intento religioso de un joven príncipe
para mantener el poder a toda costa. Sin
embargo este hecho aumentó el descon-
tento sobre todo en poblaciones que ya
tenían problemas con la autoridad civil de
Roma sin tener que añadir la religiosa, por
ejemplo los judíos, que se rebelaron en
varias ocasiones.
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Tras agotar el tesoro imperial en su favor
y mandar asesinar (como ya queda dicha)
a destacados miembros de la aristocracia
para quitarles el dinero, acabó siendo
asesinado en una estancia de su palacio
por el jefe de los pretorianos, Casio Que-
reas, en el pasillo que comunicaba aquél
con el circo, al que volvía el Emperador
tras un descanso en uno de los espectá-
culos de los Juegos Palatinos. Se ven-
gaba así, de camino, Quereas del trato
vejatorio que siempre le infligió el Empe-
rador, tratándole de afeminado e impo-
tente. Ahora había llegado su hora, y ya
pudo empezar a alegrarse con la primera
herida producida en el cuerpo de un Calí-
gula medroso (un hachazo en el imperial
cuello), que, sin embargo, no lo mató in-
mediatamente, aunque sí provocara en el
sádico personaje gritos de dolor y deses-
peración. Inmediatamente acudieron el
resto de los conjurados (hasta treinta de
ellos con sus espadas desenvainadas)
quienes, tras una estocada en el pecho
propiciada por Cornelio Sabino, se ensa-
ñaron en la faena de acabar, definitiva-
mente, con la vida del Emperador, su
esposa Cesonia e, incluso, con la de la
hija de ambos, una niña que fue estre-
llada sin piedad contra un muro. Se ponía
fin, con la misma violencia sufrida, al san-
griento y violento reinado de un loco que
había torturado a su pueblo durante tres
años y diez meses de pesadilla.
Calígula (que contaba 29 años al
morir) fue borrado por el Senado de la
lista de los emperadores de Roma.
Las ejecuciones
eran tantas que, a
veces, no había una
razón mediana-
mente comprensiva,
como en el caso del
poeta Aletto, que fue
quemado vivo por-
que el Emperador
creyó toparse con
cierta falta retórica
en unos versos.
Viene de página anterior
Asesinato de Calígula. El emperador yace muerto en el suelo mientras su esposa
e hija van a ser asesinadas. óleo por Lazzaro Baldi. Galería Spada.