Viernes 9 de diciembre de 2016
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habla quiere que en la parte final de su
vida, sus nietos —tengo muchos—
sepan que este hombre ya cargado de
años siente un profundo cariño por su
madre.
Todos quieren a su madre, pero no era
fácil para una madre soltera animarse a
dar semejante paso hace ochenta
años.
Pido disculpas a todos y quiero que
sepan que este hombre que ya está
con un pie en el estribo siente cariño y
amor por su madre, como lo sienten
todos los hijos. Pero este caso tiene
esa peculiaridad.
Agradezco a todos que me hayan escu-
chado porque no era fácil, reitero,
ochenta años atrás, dar el paso al que
mi madre se animó. En San Juan todos
la conocían y en la Iglesia todos tienen
alguna palabra de respeto, de respaldo,
para esta mujer valiente. Quiero que
ustedes, que son mis compañeros de
trabajo sepan directamente de mi boca
que en San Juan esta mujer dio ese
paso y que a todas las mujeres solteras
o no solteras que tienen un hijo debe-
mos respetarlas, adorarlas y darles
todas las posibilidades que los hijos po-
demos brindar.
Gracias por haberme escuchado y re-
cuerdo con un gran afecto y cariño a mi
madre”.
La enfermedad
Para esa fecha ya se anunciaba su en-
fermedad.
Ese día, en el Senado, Leopoldo, reci-
bió una salva de aplausos. Todos se
sintieron conmovidos por sus palabras,
y yo sé, más que nadie, que fueron sin-
ceras.
Lo que sigue son pensamientos suel-
tos, muy sentidos, tristes, que escribí el
1º de julio de 1977 cuando María del
Valle, con ocho años, regresaba a Bue-
nos Aires mientras su padre y yo per-
manecíamos en la representación di-
plomática. Ahora veo que por
momentos riman, casi como una poe-
sía:
“Sola como siempre. Tanto amor, tanta
amargura y mi alma, ¿dónde vive?
¿Pienso en mí? No, pero todo me llega
y no conformo, pero confío en que un
día lo haré. Es mi ser desesperado que
no encuentra lo deseado. Me hice daño
por dar vida y ella destruyó la mía. Oh,
Dios mío, qué hay de cierto en esto, o
en aquello.
Cada día que pasa tengo miedo. Y soy
fuerte, o eso creo. Estoy sola y cómo
ansío ver de nuevo lo que es mío. No
les hice daño, sólo espío lo entrañable,
mi destino. Y no quiero ni ver gente.
Aunque busco en ella el olvido. No lo
encuentro y desespero, en esta tierra
que no es mía.
Si mis hijos algún día desenvuelven el
ovillo que no piensen que su madre fue
vulgar ni pesimista. Todo llega hasta el
hastío, de mirar todos los días esta tie-
rra que no es mía. Si esto leen y no lo
entienden, qué importa, es mío.
Otros piensan y no se atreven a decir
‘cuánta razón tiene esta mujer...’ Algún
día cuando muera hablarán con orgu-
llo, con hidalguía, que fui digna, que
hice todo con bondad y desprendi-
miento, pero hasta el fin, cuando me
llegue, sufriré secretamente y por ello,
Oh, Virgen Santa perdóname y no me
condenes. Si pudiera esta tarde termi-
nar con mi destino y empezar con mi
niña, puro amor, pura alegría, oh María,
hija mía, adivino tus sentidos. Hoy te
fuiste con dos penas: el dejarme y el ol-
vido y eso más que tuyo es mío, por-
que sufres siendo niña y sin sentido”.
Doña Enoé Bravo, madre
de Leopoldo Bravo
Ivelise con su madre, el día que cumplía 80 años
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