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sonrisa del político, el lifting de la estrellita, el último romance
de la farándula.
Por nosotros, para que hablemos de ellos y compremos lo que
nos quieren vender, los artistas se bajan los pantalones o las jo‑
vencitas se desnudan y a los niños de tres años los hacen com‑
petir en televisión.
Por nosotros, para que aumente el rating, el amor se disfraza de
sexo y los mensajes se tiñen de violencia.
Y acá estamos nosotros.
Espectadores de este mundo que nos muestran.
Viendo cómo nuestros hijos se apasionan con los videos games
y nuestros jóvenes se aturden en discotecas, escuchando a todo
volumen música cantada en idiomas que no entienden.
Acá estamos, rodeados de inmensos plasmas, DVD, cuchillos
eléctricos, compact disc, computadoras, teléfonos celulares, hor‑
nos microondas, relojes digitales, freezers y flores artificiales
hechas en Taiwan.
Acá estamos, en nuestras ciudades invadidas por cemento, por
autos, por ruidos, por gente apurada. En nuestras oficinas con
fax, telediscado, internet, sistemas de computación y aire acon‑
dicionado.
Hemos llegado lejos, sí. Hemos sido capaces de inventarnos un
mundo informatizado, telemático, acondicionado, digital y con
flores que no se secan ni perfuman.
Pero de pronto descubrimos que en ese mundo masificado,
nos
sentimos más solos.
Que no alcanza con tener el abono de la emergencia médica, la
medicina prepaga y el sepelio en cómodas cuotas en un cemen‑
terio parquizado.
Que hay demasiados nietos criándose sin abuelos y demasiados
abuelos en “guarderías” de viejos.
Que la comida que se come solo tiene otro sabor, que el café hay
La cena de los jueves
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