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Como dice Gabriel García Marquez a propósito del defasaje
que produce el vuelo en avión, también aquí “el cuerpo llega
antes y el alma tarda un poco más en llegar”.
¿Es lícita esta necesidad imperiosa de mentirle al paso del
tiempo?
Yo guardo en mi memoria a un chico de nueve años al que la
abuela venía a cuidarlo junto a sus hermanos cuando los padres
debían viajar. Y esa abuela, que dejaba al esposo en su casa para
cumplir con su rol de abuela, que vestía batón y tacos bajos, a la
que sólo vi pintarse o teñirse para algún casamiento, era para
aquel niño de diez años una mujer vieja.
Hago hoy las cuentas y cuando yo tenía nueve años mi abuela
tenía 53. Y el abuelo, ya de espaldas cargadas y gruesos anteo‑
jos, había cumplido 57.
Hoy no son pocas las mujeres que llegan a esta edad separadas,
comenzando nuevas relaciones, averiguando el precio de una
cirugía estética o haciendo Pilates cuatro horas por semana.
Otras llegan con un matrimonio feliz pero cuando los hijos co‑
mienzan a casarse e irse de la casa, no se quedan esperando que
les traigan nietos para cuidar sino que se anotan en alguna fa‑
cultad, aprenden a bailar salsa o entusiasman a una amiga para
poner una boutique.
Para algunas es simplemente coquetería femenina, verse mejor
para sentirse mejor.
Para otras, un intento desesperado de des‑
mentir el paso del tiempo e intentar congelar su juventud.
En el caso del hombre, sucede lo mismo.
O peor.
Emulando a famosos actores o conductores televisivos, pasan
los 50 inaugurando tatuajes, algún piercing, ropa juvenil. Y
alentados por el Viagra se sienten obligados a correr maratones
sexuales, a intentar cada noche la conquista de mujeres jóvenes
que quieren vivir rápido la vida.
Vivimos una época privilegiada en la que la vida se va exten‑
Juan Carlos Bataller