El Nuevo Diario - page 7

Viernes 15 de febrero de 2019
Desde que uno de nosotros había me-
recido el formidable calificativo, que-
daba estigmatizado por una semana.
No se le hablaba, no se le señalaba
puestos a los asaltos a chacras y pa-
rrales, no se le participaba el botín. Si
llegaba a clavarse una espina o a he-
rirse entre las zarzas, la Tijereta lo
abandonaba a su suerte, sin ir, como
otras veces, a curarlo.
Si se extraviaba, debía buscar por sí
mismo el buen camino; si el cansancio
lo rendía, nadie lo auxiliaba.
¡”Mariquita”! Palabra de honor, era es-
pantoso...
Sólo una acción heroica inmediata
podía rehabilitar al penado. Para
congraciarme con nuestra ti-
rana implacable tuve cierta vez
que abatir de un hondazo el
pavo real de una vecina ¡Y
cómo rió la Tijereta! Premió mi
hazaña con un puñado de ciruelas
exquisitas que ella en persona se en-
caramó a tomar del árbol.
¡Oh, nuestras infantiles excursio-
nes a través de los vastos viñedos
sanjuaninos! Bajo un sol llameante,
que enardecía la atmósfera y achi-
charraba la tierra, saltando tapias,
trasmontando cercos,
la Tijereta
guiaba por senderos misteriosos su
escuadrón de pilluelos. Y eran aque-
llos largos vagabundajes entre cepas
y pastizales a caza de pájaros y nidos;
eran rudas tareas para construir con
cañas y maleza, en cualquier perdido
rincón de la ancha viña, un rancho lili-
putiense donde descansaríamos por
grupos, confortándonos con uvas de la
cercana planta y sandías de la quinta
próxima; eran horas de charlas y de
ensueños, cuando Felipe nos contaba
la historia de Robinson o Alí Babá, que
nosotros escuchábamos boquiabier-
tos, mientras la Tijereta atendía grave-
mente aquellos inauditos relatos,
incomprensibles para su oscura inteli-
gencia de pequeña salvaje.
Luego, al caer la tarde, destrozamos
los trajes, el rostro encendido, llenas
de arañazos las manos, extenuados,
temiendo la represión segura, regresá-
bamos a nuestras casas.
La Tijereta marchaba al frente del pe-
lotón, siempre la primera para vadear
el arroyo y trasponer las vallas, la pri-
mera siempre en despejar la ruta y
orientar el rumbo.
En el cañaveral de donde partiéramos,
nuestra capitana nos despedía breve-
mente:
Hasta mañana... ¡Ah, y no falten,
¿eh?
¿Faltar? La tremenda palabra cruzada
por nuestra memoria: ¡Mariquita!
No; con seguridad, no faltaríamos...
Escuchábamos a Felipe aquella
siesta. A la sombra de una bóveda de
pámpanos frondosos agobiados de ra-
cimos, recostados sobre el pasto hú-
medo y mullido, oíamos el cuento de
Felipe.
Era una historia aterradora... Figura-
ban en ella ogros y gigantes, genios y
dragones. Por eso la atendíamos ab-
sortos, mientras el sol rutilaba sobre la
verdegueante viña. Allí cerca, un paja-
rillo piaba tenaz y chillón en una cepa.
“Y entonces el monstruo, decía Felipe,
penetró hasta el castillo donde esta-
ban los dos principitos, para devorár-
selos...”
Alberto interrumpió
. Él había oído a
su mamá que un ser prodigioso;
asesino y ladrón de niños, la Peri-
cana, moraba en los viñedos y an-
daba ahora rondando la comarca.
Hubo una pausa.
Nos miramos sobresaltados... En la
vecina cepa, el pajarillo seguía piando
burlón y provocativo.
Era aquel ruido el único que interrum-
pía la pesada calma circundante. Fe-
lipe prosiguió:
... “Los principitos se hallaban solos
cuando se les apareció el horrible
monstruo con cuerpo de gigante, cara
de león y largos dientes que relucían
en su inmensa boca abierta. Echaba
fuego por los ojos, empuñaba en la
diestra un gran cuchillo...”
El orador nos fascinaba. Latían con
violencia nuestros corazones y co-
menzábamos a sentir miedo. De
pronto, ordenó la Tijereta:
Alberto, andá, espantá ese pájaro...
El aludido avanzó hasta la puerta
de la rústica glorieta. Pero no al-
canzó a salir. Pálido, tembloroso,
castañeteándole los dientes, se vol-
vió y señalando hacia fuera pro-
rrumpió en angustiosos alaridos:
¡La Pericana! ¡La Pericana!
Allá, como a cincuenta pasos de dis-
tancia, vimos,
¡sí, vimos!, entre las
verdes parras, una silueta negra, al-
tísima, de rostro ensangrentado,
roja barba y salidos ojazos amari-
llos. Avanzaba
despacio, mue-
queando espantosa-
mente.
Fue un desbande, una de-
rrota, una fuga de pánico y
demencia.
Arrastrándonos para escapar entre los
enredados sarmientos, atropellándo-
nos, arañándonos, enceguecidos, de-
sesperados, nos lanzamos afuera y
echamos a correr. No supe hasta des-
pués, qué se hicieron mis compañe-
ros.
Yo corría..., corría... Me llevaba por
delante bosques de matas bravas eri-
zadas de púas, penetraba como una
bala de cañón en los compactos caña-
verales, saltaba de un solo impulso los
arroyos, escalaba tapias, horadaba
cercos ... Y por último jadeante, enlo-
quecido, dando gritos de angustia y de
socorro, fui a caer medio muerto entre
los brazos cariñosos de mi madre...
Estuve enfermo en cama. Una intensa
fiebre se apoderó de mí. Durante mis
delirios veía docenas de enlutadas pe-
ricanas que danzaban furiosas rondas
en torno de mi lecho y oía sin cesar el
pío pío irónico de un invisible pajarillo.
Cuando hube sanado, busqué a la
Tijereta.
¿Sabés? Me dijo. Era el peón encar-
gado de cuidar la viña... caminaba
con zancos, se había envuelto en
una capa y llevaba puesta una ca-
reta de carnaval.
¿Cómo?!... Pero, ¿y la Pericana?
Pregunté.
¡La Pericanal... ¡Salí diai!... ¡Mariqui-
tal...
Casi volví a enfermarme de ver-
güenza.
Pericana
Una silueta negra, altísima,
de rostro ensangrentado, roja
barba y salidos ojazos amarillos.
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