Viernes 18 de noviembre de 2016
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la niñez, a la ancianidad, reconocí de
inmediato las empinadas escaleras y le
dije a mi acompañante que ahí muy
cerca vivía yo. La cubana me depositó
en la puerta de la Embajada y con un
guiño me recomendó que tuviera cui-
dado, no fuera a perderme nueva-
mente, que la ciudad era muy grande.
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Pero lo peor estaba por llegar, en la fi-
gura del señor embajador, mi esposo,
quien me recibió sonriente, leyendo el
diario y diciéndome: “¡Ah...! Con que ya
volvió la paseandera...”. Yo estaba eno-
jada, herida, cansadísima, y pensaba,
“¡cómo me hace una cosa así!”. Menos
mal que yo tenía cincuenta años, que si
ahora me pasa algo parecido me
muero de un infarto. Y nunca supe qué
pensar o cuál era la verdad: si él se
quedó atrás porque la gente le impidió
subir al coche conmigo, o si lo hizo a
propósito para que yo aprendiera de la
manera más difícil. Hasta el día de hoy
no sé lo que pasó.
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Siempre he sido una mujer política por
vocación, por sentimiento; hay quienes
nacen pintores o pianistas o cantantes;
yo nací política, llevo la política en el
alma. Por eso me mortifica todo este
machismo, que incluso hoy perdura. La
mujer siempre está dos pasos atrás del
hombre. Yo hice lo que pude. Me de-
fendí como gato entre las leñas. Pri-
mero la maternidad, los chicos, los
viajes, las campañas, muchos compro-
misos impostergables y después la
comprensión final de que no me iba a
ser posible dedicarme a la política
como yo hubiera querido. Con mi ma-
rido aprendí política de verdad, porque
la política estudiantil es una militancia
incipiente, lo de Leopoldo era política
en serio. Pero no me dejó avanzar. Yo
tuve dos grandes maestros de la polí-
tica: Juan Domingo Perón y Leopoldo
Bravo, en San Juan.
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En 1987 después de mi diputación debí
someterme a una cirugía seria, y antes
quise expresarle por escrito al líder blo-
quista lo que estaba sintiendo, luego de
que él me reprendiera severamente de-
lante de todo el partido. Escribí lo que
sigue, aunque no sé a ciencia cierta si
Leopoldo alguna vez leyó estas líneas.
Yo las conservé:
“Usted, Dr. Bravo, el amor lo acomodó
conmigo casi siempre a su antojo. (Yo,
miserable mortal que me río de mí
misma y de usted y de todas las socie-
dades, no me cuadra vivir sobre la tie-
rra condenada a cadena perpetua)”.
También acostumbraba dejarle papeli-
tos en la mesa de luz, todos más o
menos del siguiente tenor:
“Cuidado, Leopoldo, con los que te ro-
dean, porque a pesar de tu voluntad de
mando, el delegado del jefe será siem-
pre el dueño de su jefe, y ese poder
que se otorga, se da casi siempre a
personas que se allegan al poder por
un accidente inicial, ocupadas sus
mentes con prevenir el accidente final
que indefectiblemente los expulsará de
él”.
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En muchas de las cartas que le escribí
a Leopoldo, varias de las cuales fran-
camente no recuerdo si le entregué o
no, se hace evidente mi profunda de-
cepción por los límites que mi esposo
imponía a mi actividad política. Le re-
prochaba su actitud autoritaria, su mez-
quindad para conmigo, su mujer, y su
buena voluntad para otros que siempre
consideré meros obsecuentes, trepado-
res, buscadores de poder. ¿Por qué
muchas veces confió más en otros que
en mí? Si no tenía suficiente confianza
en mis capacidades, ¿cómo es que me
pidió llevar adelante el juicio político a
la Corte Suprema de Justicia de la Na-
ción? Y me pregunto, ya en un terreno
más general, ¿cómo puede ser que al
amor haya que reglamentarlo tanto?: lo
tiene que refrendar la ley, bendecir la
iglesia... La exigencia de obedecer al
marido... de someterse a su voluntad,
¿o será que pido más de la cuenta? Al
amor siempre lo concebí libre, sin nin-
guna cadena, en todo caso porque la
cadena más fuerte de todas es el amor
mismo.
La Estación Metro de Moscú
Don Leopoldo e Ivelise
con la esposa de Juan
Antonio Samaranch,
embajador español en
Moscú, año 1976
Ivelise cuenta
las aventuras y
desventuras en
las campañas
políticas con
Leopoldo.
La semana
próxima