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Todo eso es cierto. Al menos lo es desde la óptica de los pesi‑
mistas.
Pero de pronto volvemos en el tiempo cuando despuntaban los
años 70 y entra en escena un joven de 20 años que se iniciaba en
el periodismo.
Y surgen las comparaciones.
Porque aquel joven tenía como instrumentos de trabajo una li‑
breta de apuntes y una máquina de escribir.
–Escribí 40 líneas–,
decía el secretario de redacción al encargar
una nota.
Y allí íba el novel periodista, con sus apuntes.
La propia observación y algunas instancias oficiales o de insti‑
tuciones, eran la única fuente de consulta.
Los archivos sólo guardaban fotos y sólo los grandes diarios nacio‑
nales poseían archivos abarrotados de recortes, sobres y papeles…
Los errores al escribir se tachaban con incontables XXXX y si los
tachones eran muchos el corrector más de una vez exigía:
–Pasame ésto en limpio para poder corregirlo.
Y había que escribir todo de nuevo.
Un gran problema de ese pasado cercano eran las comunicacio‑
nes.
San Juan tenía 20 mil líneas telefónicas. Y había miles de perso‑
nas esperando por una. Era tanta la demanda insatisfecha que
cuando se alquilaba o vendía una casa, se agregaba como atrac‑
tivo definitorio un dato clave:
“cuenta con teléfono”.
Pero no sólo faltaban teléfonos.
Para hablar a Jáchal o a Caucete había que pedir larga distancia
a la compañía. Y la conexión podía demorar cinco minutos o
media hora.
En los años 70 y 80 ese entonces joven periodista fue correspon‑
sal de Clarín, primero en San Juan y luego en Roma. Buena
parte de su vida la pasó junto al teléfono, esperando la comuni‑
Juan Carlos Bataller
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