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–Yo me quedé petrificado. El momento tan temido había lle‑
gado. Marisa rompió a llorar.
–¿Y Lucas?
–Lucas no dijo una palabra más. Se paró y salió de casa. Ni ese
día ni al siguiente aparecieron por el estudio. Recuerdo que el
sábado a la tarde Lucas nos llamó por teléfono y nos pidió una
reunión.
–¿Qué pasaba por tu cabeza…?
–Era una mezcla de cosas. Dolor, tristeza, amor por mi hijo, de‑
seos de que fuera feliz, temores, bronca.
–¿Qué hizo Lucas?
–Vino muy sereno, muy maduro. Nos habló del amor que sen‑
tía por nosotros, de lo agradecido que estaba por los padres que
la vida le había dado… Nos dijo que era conciente del dolor que
su situación nos causaba, que lo último que quería era vernos
sufrir…
–Siempre fue un gran chico…
–Pero con igual firmeza nos dijo que no renegaba de su condi‑
ción, que no podía vivir separado de José María, que habían es‑
tado estos días pensando y haciendo consultas y que se iban a
vivir a San Francisco, que era la única solución viable que veían.
–¿Y se fueron?
–A la semana partieron. Los amigos los despidieron con una
fiesta. Y acá nos quedamos con Marisa, deseándoles la mejor de
las suertes, más solos, más viejos, con muchas preguntas sin
respuestas.
El avión había aterrizado y estábamos esperando las valijas.
–Ignacio, veo que esto te afectó mucho…
–No, ya no. Lo que me duele es que Lucas y José María no
vivan en San Juan.
–Veo que has cambiado…
–El verano pasado fuimos con Marisa a San Francisco. Ibamos
La cena de los jueves
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