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Por supuesto, mientras más avisos tenga,
más importante
es el
muerto.
En ese sentido es clave contar con veinte o treinta avisos oficia‑
les donde participan no sólo la persona sino también el cargo
:
“el señor subdirector de la subdirección de Asuntos Perdidos,
don Pepe Honguito, participa el fallecimiento del tío de la co‑
laboradora…”
Por supuesto, Pepe Honguito nunca conoció al
muerto. Y ese aviso lo paga el Estado, en cualquiera de sus tres
poderes.
O sea, todos nosotros.
Algunas cosas están cambiando.
Las lloronas van desapareciendo.
Ya no se hacen aquellas fiestas para “el día de los difuntos”, con
guitarreadas y puestos de choripanes en las calles adyacentes al
cementerio.
Los velorios dejaron de hacerse en las casas particulares donde
se disponía la mejor sala de la casa y a veces “hasta la mesa del
comedor” para el ataud mientras se ofrecía café, mate o una
copa de anisado a quienes venían a saludar a los deudos.
Sigue, sí, la costumbre de los avisos fúnebres y el amor por las
necrológicas que constituyen
todo un género literario
pues se
intenta reconocer en el fallecido todas las virtudes que se le
quiso ignorar en vida pero que –esto también es muy sanjua‑
nino‑ de exprofeso siempre se les negó.
En San Juan, nadie es
profeta en vida… hasta que muere.
Pero la necrofagia sanjuanina nunca termina.
Es tan extensa y rica en sus formas que se transforma en
inago‑
table.
Larguísimos velorios en los que los deudos están obligados a
permanecer en el lugar 24 horas al menos, gente que a poco de
La cena de los jueves
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