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Y ya no reconozco en estas incipientes calvicies, en estas impa‑
rables canas, en estas barrigas que crecen, a aquellos muchachos
que estrenábamos ilusiones.
Sí, Miguel, la mayoría formamos parte de la
generación de las
cartas perdedoras.
Quizás porque fuimos demasiado optimistas.
O nos aferramos desesperadamente a convicciones en las que,
pese a todo, seguimos creyendo.
¿Y cómo no íbamos a ser optimistas, si el mundo era nuestro?
Fuimos la generación que vio llegar el hombre a la luna; que co‑
menzó a aceptar el inmenso cambio social que significa la trans‑
formación de la mujer de dueña del hogar en habitante de la
ciudad; que conoció una niñez sin televisión y hoy el satélite
entra en cada casa.
Fuimos la generación que pasó de la sulfamida a la tomografía
computada, de la regla de cálculo a la computadora.
La que vio transformarse la universidad en un foro de masas.
La que fue bombardeada por las pautas de consumo de un
mundo que quería sepultar definitivamente la guerra y sus mi‑
serias.
Y todos, Miguel, vos yo y miles más, nos preparamos para en‑
trar a ese mundo.
Llenamos las universidades. Estudiamos idiomas. Transforma‑
mos los útiles de labranza del abuelo en relucientes portafolios.
Y de pronto tuvimos que hacer las cuentas con la realidad.
Descubrimos que el inglés no nos hacía falta en nuestras aburri‑
das oficinas públicas, en nuestras estancadas aulas, en nuestros
modestos negocios de subsistencia.
Advertimos que el título sólo alcanzaba para dictar clases en al‑
guna escuela o para engrosar las listas de los que esperan el
desarrollo prometido.
La cena de los jueves
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