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que se había transformado en un verdadero problema para sus
pobres padres, preocupados por el futuro que le esperaba.
Fue en esos días que Pucho llegó a su casa y en la hora del al‑
muerzo hizo el anuncio.
–Me voy a vivir a Buenos Aires.
–¿Cómo has dicho…?–,
preguntó con ojos agrandados Isabel, la
madre–maestra.
–¿Y de qué vas a vivir?–
inquirió más realista Ramón, el padre–
ingeniero.
La explicación de Pucho los dejó boquiabiertos:
–Conocí a un muchacho de Buenos Aires en el cumpleaños de
mi amigo Jaime y resultó ser hijo del dueño de los supermer‑
cados Cotton.
–Pero esa es una empresa muy grande. ¿Qué vas a hacer allí?
–Voy a entrar como encargado de la sección vinos en el área de
compras…
A Pucho no lo volví a ver hasta años más tarde.
De vez en cuando sus padres, orgullosos, contaban en alguna
reunión:
–¡Quién iba a imaginar la suerte que tendría Pucho en Buenos
Aires! Está ya asentado, se casó, está esperando su primer
hijo, ha comprado casa y lo han nombrado subgerente de
compras de los supermercados Cotton.
Siete años después de haber emigrado a Buenos Aires, Pucho
vino a pasar unas vacaciones en San Juan.
Venía en un flamante Ford Taunus de color verde con techo de
vinílo blanco, una flaca de abundante pechuga que era su mujer
y un bebé de un año.
Ahora vestía ropa de marca, su peinado revelaba el trabajo de
un estilista y las uñas el tratamiento de la manicura.
Una tarde de enero tomamos una cerveza en la confitería
Hawai, que estaba frente a la Plaza 25 de Mayo.
–Pucho, me dolió que no me invitaras a tu casamiento
–, re‑
La cena de los jueves
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