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de sus compañeros de trabajo.
Nadie lo dejaba vivir recordándole sus obligaciones como hom‑
bre, como padre, como esposo, como amigo, como individuo
que tiene un trabajo y un lugar en la sociedad.
Tampoco ella, la enamorada, podía recibirlo como hubiera
deseado. No era un soltero ni un viudo ni un divorciado, como
ella. Había llevado a su casa a un hombre casado.
Chelo se preguntaba qué era mejor, que el amor no llegara o
que llegara tan tarde…
Desde un libro, José Angel Bueza le daba una respuesta:
No, amor no llegas tarde. Tu corazón y el mío
saben secretamente que no hay amor tardío.
Amor, a cualquier hora, cuando toca a una puerta,
la toca desde adentro, porque ya estaba abierta.
Y hay un amor valiente y hay un amor cobarde,
pero, de cualquier modo, ninguno llega tarde.
Ya había pasado casi un año desde aquella aventura, cuando en‑
contré a Chelo, en la cola del banco.
Con una sonrisa que quería ser cómplice le pregunté:
–¿Seguís en tu casa?
–Por supuesto–,
me contestó.
Recién en ese momento advertí que su mirada no era la misma.
Había perdido totalmente el brillo. Era la mirada de alguien
deshabitado, la imagen de una casa vacía, una vista tan distante
que parecía ciega.
Sentí vergüenza de haberle preguntado. Cuando eso ocurre
mejor que callar es hacer una segunda pregunta.
–Somos amigos hace mucho tiempo. Decime… ¿valió la pena?
Tal vez sólo me pareció. Pero creí ver de nuevo el brillo en sus
ojos, una semi sonrisa en su cara. No estoy seguro porque duró
Juan Carlos Bataller
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