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lo que un relámpago.
Y no tuve respuesta
.
Pasé años sin volver a ver a Chelo. Amigos comunes me dijeron
que hacía poca vida social. Que seguía siendo un tipo correcto,
cordial, que cada tanto salía a comer con su esposa, que visitaba
a sus hijas, que jugaba con sus nietos.
Un día me dijeron que Chelo se estaba muriendo. Un cáncer se
lo estaba llevando.
–¿Viste que a una gran depresión siempre la sigue un cáncer?–,
escuché decir a Lorena, prima de Chelo, aquel día en el velorio.
–Te corrijo, querida, la depresión es producida por el mismo
cáncer
–, le contestó Andrés, el médico de la familia.
Saludé a Rosa, la esposa sufrida.
–Al menos pasó los últimos años en familia–,
creo que le dije.
–No te engañes; sólo su cuerpo volvió.
Me acerqué al ataud. Las voces quedaron lejos. Miré la cara de
Chelo y parecía en paz. Recordé aquel poema de Bueza:
Nadie está a salvo, nadie, si el niño loco
lanza al azar su flecha, por divertirse un poco.
Así ocurre que un niño travieso se divierte,
y un hombre, un hombre triste, queda herido de muerte.
Y más, cuando la flecha se le encona en la herida,
porque lleva el veneno de una ilusión prohibida.
Y el hombre arde en su llama de pasión, y arde, y arde,
y ni siquiera entonces el amor llega tarde.
La cena de los jueves
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