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para los contactos.
La banda ancha no existía. la WiFi estaba por nacer y el comer‑
cio electrónico sólo lo practicaba un puñado de argentinos.
Los buscadores de páginas web, el correo electrónico, los ban‑
ners, la mensajería instantánea, el spam, los diarios digitales, los
chats, los foros y las tiendas online todavía son menores de
edad. La vida de los blogs y las redes sociales apenas suma un
lustro. YouTube vio la luz hace menos de cinco años. Ni hablar
de Face book
¿Podría prescindir de todo ésto?
¿Podría renunciar a viajar con mi pequeña net–book que me po‑
sibilita leer miles de diarios, escuchar radios, ver canales de te‑
levisión, bajar películas, contratar viajes, reservar hoteles,
comprar, vender, publicitar, estudiar y hasta hablar por teléfono
viendo a mi interlocutor desde cualquier parte del mundo?
Honestamente: creo que ya no podría.
¿A qué puedo renunciar entonces?
Ya sé:
al teléfono celular.
Pero de pronto recuerdo cuando era corresponsal de Clarín y
tenía que esperar tres horas al lado de un teléfono fijo para que
me comunicaran con la redacción desde el lugar que estuviera,
fuera este San Juan, Roma o Estados Unidos.
Y recuerdo la tarde que perdí en un hotel de Nueva York espe‑
rando que me llamaran para confirmar la hora de una entre‑
vista.
Y las veces que no fui al café por si llamaban de Buenos Aires. O
cuando con un grupo de amigos con los que saldríamos a cenar
hubo una confusión respecto al restaurante y la mitad terminó
en uno y la otra mitad en otro.
Todo eso parecen cuestiones de la prehistoria. Hoy cada hijo
tiene su celular, lo que nos permite llamarlos para saber donde
están.
Es cierto que el 40% de las llamadas son realmente superficiales.
La cena de los jueves
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