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medio del silencio de la noche y el olor a yuyos.
Este es un punto importante:
detenerse siempre en el camino.
La gente de las grandes ciudades no está acostumbrada a ha‑
cerlo. Nadie se detiene en una autopista.
Parar en la ruta a Calingasta, invitarlos a trepar un cerro, aso‑
marse al abismo en cuyo fondo corre el río o intentar una tre‑
pada con un vehículo cuatro por cuatro son experiencias que
difícilmente hayan vivido.
Compartir una noche en carpa, en medio del desierto –una
noche, no más– tiene más atractivo que un hotel cinco estrellas.
Fíjese:
•Siempre les atrae más una conversación sobre lo que fue el te‑
rremoto del 44, la destrucción de la vieja ciudad, la reconstruc‑
ción de la nueva, que una charla sobre política internacional o
sobre los avatares económicos actuales.
•Amigos que despertaron una noche con una serenata recuer‑
dan ese momento aunque hayan pasado diez años.
Volvamos a la charla de aquel jueves.
–A veces comparamos nuestros edificios con los rascacielos de
Nueva York… y lógicamente, perdemos. Olvidamos la impo‑
nencia de nuestras montañas mientras añoramos la carencia de
mar. Pensamos que las grandes capitales tienen servicio de sub‑
terráneo y no valorizamos que trabajamos a cinco minutos de
nuestra casa. Desearíamos tener restaurantes del nivel de los
parisinos pero no aprendemos a disfrutar de un asado al lado
de un arroyo o una paella en lo de Miguel en el Super….
–Tal vez necesitamos comenzar a descubrir lo que tenemos…
–Muchachos, somos nosotros, cada uno de los sanjuaninos, los
que hacemos este lugar. Y cuando uno sale a visitar otros, lo
que cuenta es el anfitrión. No se trata sólo de querer a la tierra
de uno.
Hay que aprender a gozarla.
Juan Carlos Bataller
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