Viernes 1 de julio de 2016
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parecer por sus artes libertinas, que ex-
citaban al Emperador de manera espe-
cial y lo hacían deudor de sus caricias.
La pasión por Cesonia y la manera
cómo la consiguió, son dignas del ca-
rácter del Emperador.
Era Cesonia una bella matrona llena de
sabiduría a quien Calígula conoció el
mismo día que ella paría en palacio (de
donde era habitante como una más de
las muchas personas al servicio del
emperador) una hermosa niña.
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Encariñado desde ese momento con la
madre y con la niña, puso a ésta el
nombre de Drusila, en honor de su her-
mana y amante, y se proclamó padre
de la criatura. Y, puesto que era el
padre por su propia decisión, automáti-
camente obligó a que se le reconociera
también como esposo de la madre, Ce-
sonia.
Momentáneamente metamorfoseado
en ilusionado padre de familia, condujo
a su esposa e hija a todos los templos
de Roma, presentando a la pequeña a
la diosa Minerva para que le insuflara
saber y discreción. Sin embargo Ceso-
nia ya había parido tres hijos de su ma-
trimonio anterior con un funcionario de
palacio, además era una mujer con la
juventud ya perdida y no excesiva-
mente hermosa. Por lo que se rumo-
reaba que aquella locura de Calígula
por ella se debía a que Cesonia le
había dado algún brebaje afrodisíaco,
como por ejemplo, uno muy conocido
extraído del sexo de las yeguas.
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Perdido el norte, Calígula empezó a
practicar toda una serie de conductas
absurdas y crueles como, por ejemplo,
entre las primeras, el nombrar cónsul a
su caballo favorito,
Incitatus (Impe-
tuoso),
al que puso un pesebre de
marfil y dotó de abundante servidumbre
a su disposición. Y, entre las segundas,
su deseo, expresado a gritos, de que
«el pueblo sólo tuviera una cabeza
para cortársela de un solo tajo»,
pro-
ducto de una rabieta imperial al opo-
nerse el público del circo a la muerte de
un gladiador contra lo decidido por Ca-
lígula. También se distraía llevando,
personalmente, unas cuentas consis-
tentes en redactar la lista de los prisio-
neros que, cada diez días, debían ser
ejecutados.
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Otra contabilidad llevada personal-
mente fue la de
su propio gran prostí-
bulo
, que había hecho construir dentro
del recinto de su palacio y que resultó
un negocio redondo.
En otro orden de cosas, y para producir
aún más terror, todas estas distraccio-
nes las vivía disfrazándose y maquillán-
dose de forma que sus actos, de por sí
ya terribles, contaran con el añadido de
lo siniestro, de manera que sus capri-
chos resultaran implacables haciendo
temblar a sus víctimas aún más. Las
ejecuciones eran tan numerosas que,
a veces, no había una razón me-
dianamente comprensiva para
tan definitivo castigo, como en
el caso del poeta Aletto, que
fue quemado vivo porque el
Emperador creyó toparse
con cierta falta retórica en
unos versos compues-
tos, precisamente, a
la mayor gloria de
Calígula, por el
desgraciado vate.
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La crueldad de Calí-
gula podría resumirse en
una frase que se trataba, en reali-
dad, de una orden dada a sus matarifes
respecto a cómo tenían que acabar con
sus víctimas. Era ésta:
«Heridlos de
tal forma que se den cuenta de que
mueren».
La lista de sus desafueros
sería interminable. A modo de mues-
treo, podemos decir que el Emperador,
imbuido muy pronto de su carácter di-
vino, hizo traer de Grecia algunas esta-
tuas, entre ellas la de Júpiter Olímpico,
escultura a la que ordenó arrancar la
cabeza y sustituirla por una suya, y
desde ese momento rebautizada como
Júpiter Lacial (él mismo, transformado
en el dios de dioses del Lacio).
El siguiente paso será la elevación de
un templo en honor de ese nuevo dios
y la presencia en el mismo de otra es-
cultura, ésta de oro, y que cada día era
vestida como el propio Calígula, en una
especie de simbiosis y travestismo
entre aquel artista llamado Pigmalión y
su modelo, y que evidenciara de ma-
nera inequívoca, la naturaleza celestial
del Emperador. También, y sin duda to-
davía en las alturas de su particular
Olimpo, invitaba a la Luna (Selene) en
su plenilunio, a que se acostara con él.
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Al final de su reinado, Calígula intentó
que se le proclamara Dios. Podría tra-
tarse de otra manifestación más de su
locura o de una estratagema política
para aumentar su poder entre los pue-
blos helenísticos, acostumbrados a tra-
tar a su soberano como una divinidad.
La verdad es que era el intento reli-
gioso de un joven príncipe para mante-
ner el poder a toda costa. Sin embargo
este hecho aumentó el descontento
sobre todo en poblaciones que ya te-
nían problemas con la autoridad civil de
Roma sin tener que añadir la religiosa,
por ejemplo los judíos, que se rebela-
ron en varias ocasiones.
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Tras agotar el tesoro imperial en su
favor y mandar asesinar (como ya
queda dicha) a destacados miembros
de la aristocracia para quitarles el di-
nero, acabó siendo asesinado en una
estancia de su palacio por el jefe de los
pretorianos, Casio Quereas, en el pasi-
llo que comunicaba aquél con el circo,
al que volvía el Emperador tras un des-
canso en uno de los espectáculos de
los Juegos Palatinos.
Se vengaba así, de camino, Quereas
del trato vejatorio que siempre le infligió
el Emperador, tratándole de afeminado
e impotente. Ahora había llegado su
hora, y ya pudo empezar a alegrarse
con la primera herida producida en el
cuerpo de un Calígula medroso (un ha-
chazo en el imperial cuello), que, sin
embargo, no lo mató inmediatamente,
aunque sí provocara en el sádico per-
sonaje gritos de dolor y desesperación.
Inmediatamente acudieron el resto de
los conjurados (hasta treinta de ellos
con sus espadas desenvainadas) quie-
nes, tras una estocada en el pecho pro-
piciada por Cornelio Sabino, se
ensañaron en la faena de acabar, defi-
nitivamente, con la vida del Emperador,
su esposa Cesonia e, incluso, con la de
la hija de ambos, una niña que fue es-
trellada sin piedad contra un muro. Se
ponía fin, con la misma violencia su-
frida, al sangriento y violento reinado
de un loco que había torturado a su
pueblo durante tres años y diez meses
de pesadilla.
Calígula (que contaba 29 años al
morir) fue borrado por el Senado de
la lista de los emperadores de Roma.
Además de con Drusila —
que siempre sería su prefe-
rida—, tuvo relaciones
sexuales con sus otras her-
manas, a las cuales después
entregó a varios amigos
como auténticas prostitutas
que estos podían utilizar y
explotar a su antojo.
Asesinato de Calígula. El emperador yace muerto en el suelo mientras su esposa e
hija van a ser asesinadas. Oleo por Lazzaro Baldi. Galería Spada.
Caligas romanas con
tachas en la suela.