El Nuevo Diario - page 11

S
iempre pensé que a nadie
puede dejarse desampa-
rado.
Pero el peor favor que se le
hace a una persona es darle
todo gratuitamente.
Cuando eso ocurre se va constru-
yendo
una cultura nefasta
, que
será imposible erradicar.
Es más positivo darle dos vacas a
una escuela para que todos los
días los niños tengan leche que
donarles la leche.
Es mejor entregar semillas para
que hagan una huerta que repar-
tir comida.
Es preferible exigir como presta-
ción un trabajo comunitario o la
recapacitación laboral que rega-
larles dinero.
s s s
Estamos de acuerdo con la
erradicación de villas que se
habían transformado en sitios
impenetrables.
Pero también coincidimos con
quienes piensan que las entregas
de casas nuevas a esa gente
debe ser acompañada con una
política que los haga volver a la
cultura del trabajo
, que de al-
guna forma paguen las casas que
reciben, que se combata en serio
la delincuencia.
Si combinamos la casa gratis más
dos o tres planes sociales más
bolsones de mercadería más
robo de electricidad y señal de
cable más no pago de ningún tipo
de impuestos… bueno,
es más
negocio tener todo eso que un
empleo.
s s s
Cuando mi padre iba a cumplir
80 años
le pedí escribiera sobre
recuerdos de su niñez y su juven-
tud.
Descubrí no sólo a buen escritor,
dueño de una memoria prodi-
giosa sino también una asom-
brosa capacidad para describir
imágenes y situaciones.
Esos escritos representan la his-
toria de los años 20 y 30 en San
Juan, cuando los inmigrantes y
sus hijos construían una provincia
pujante.
s s s
Y bien, releyendo los escritos de
mi padre encontré muchas res-
puestas a inquietudes que hoy
nos atormentan.
Quizás a usted le ayuden, como a
mÍ.
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“Los dominios de mi madre esta-
ban en la casa. Un cuarto de hec-
tárea para las numerosas gallinas
que tenía, entre 50 y 100 y un
montículo de tierra en el centro,
donde se reproducían los cone-
jos. Todo protegido con alambre
tipo gallinero hasta 1,80 de al-
tura.
Cercano al gallinero, hicieron un
chiquero que albergaba varios
chanchos y muchos lechones.
Había, además, una pequeña la-
guna donde se criaban patos.
Frente al chiquero, otra media
hectárea con árboles frutales y
huerta, donde no faltaban grana-
das, duraznos chatos o tomate,
peras, olivos, damascos y mem-
brillos.
En la huerta se sembraba de todas
las verduras comibles.
Desde repollos hasta coliflores, ra-
banitos, cardos, acelgas, espina-
cas, lechugas, apio, zapallos,
pepinos, nabos, habas, zanaho-
rias, espárragos, en fin, de todo...
en un bordo que no tendría más de
30 o 40 metros.
Luego venían los dominios de mi
padre y mis hermanos, que se ex-
tendían y cuyo producido se desti-
naba a la venta: sandías, melones,
tomates, papas, cebolla.
Como la propiedad era chica y
aún faltaba rebajar un gran mé-
dano, se arrendaban tierras para
aumentar la superficie cultivada.
Cuando llegamos era tierra virgen
y lindando con las estancias. Co-
menzaron cortando chañares, al-
garrobos, talas, zampas, jarillas y
desmalezando.
Todo se hacía con hacha, azadón,
pala y barreta.
Una vez desmalezado, había que
nivelar.
Los recuerdo nivelando con agua
y rastrón, tirado por un caballo.
Para ese menester había dos per-
cherones con fuerza descomunal
y un caballo criollo al que llamába-
mos Noble, de gran porte. Mi deli-
cia era montarlo.
Los feudos de mi madre eran re-
ducidos pero con una actividad de
colmena. Nadie que estuviera a
su alrededor descansaba. Ella
marcaba las pautas con su incan-
sable laboriosidad.
Al aclarar todo el mundo estaba
de pie y al despuntar el sol, todos
trabajando. Mi madre tenía de
ayudante a mi hermana y una sir-
vienta (así se llamaba en esos
años) y de cachiche a mí, con ta-
reas acordes a mi edad: recoger
huevos; alimentar chanchos, reco-
ger fruta. A los siete años ya era
todo un hombrecito. Porque ade-
más, debía ordeñar la vaca y...
amasar una vez por semana.
Normalmente en casa se hacían
las compras anualmente, luego
de vender la cosecha.
Nuestra despensa estaba bien
provista pues a las compras in-
dispensables -azúcar, sal, harina,
aceite de oliva, bacalao, te, café,
yerba-, se agregaba lo que pro-
ducía mi madre.
Es su despensa había dulces y
mermeladas, aceitunas en dama-
juanas.
Pero también chorizos, lomos de
cerdo, costillares, blanquillos
para puchero y pollos y martine-
tas fritas. Todo en latas de veinte
litros, bien acomodadas y cubier-
tas con grasa de cerdo muy
blanca para no dejar huecos.
En casa se amasaba y se hacía
el pan y las pastas. De la propie-
dad salía la leña, los huevos, las
frutas y verduras y hasta el vino y
el jabón.
En el campo se cenaba tem-
prano. Había que aprovechar la
luz del día.
Los hombres hacían rueda y con-
versaban sobre las labores del
día o preparaban herramientas
mientras mi madre y mi hermana
lavaban los utensilios de cocina o
cosían o zurcían medias o ropa.
Mi padre y mis hermanos eran de
trabajar de sol a sol, de lunes a
sábado y hasta el domingo,
cuando tocaba el turno de agua.
Cuando volvían de sus labores
venían bañados en transpiración
y tierra. El colesterol no se cono-
cía...
sudaban la camiseta”.
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H
asta aquí las memorias
de mi padre. He tratado
de resumir al máximo
esa visión de un niño de siete
años, que aún no concurría a la
escuela, cuyos padres eran semi-
analfabetos y en cuya casa, ubi-
cada en pleno campo, aún se
hablaba el valenciano.
Pero ese niño se estaba criando
en una cultura del trabajo.
Y una provincia, donde la presen-
cia del Estado era casi inexis-
tente y cada uno estaba librado a
sus fuerzas, crecía en forma im-
parable.
Muchas cosas cambiaron con
los tiempos.
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Viernes 12 de agosto de 2016
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Juan Carlos Bataller
Juan Carlos Bataller @JuanCBataller
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