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—En barco por el Amazonas hasta Macapá y de ahí tenía dos
caminos, la selva, el Amazonas con 700 kilómetros de selva vir‑
gen o un avión que costaba 70 dólares. No me quedó otra que
enfrentar la selva.
—¡Linda aventura!
—¡Papito! Te daban un rifle con 50 cartuchos por si hacía falta,
el que debías entregar al llegar. Arranco de Macapá. Al primer
pueblo, Ferreira Gómez, ciento y pico de kilómetros, llegué al
atardecer y dormí ahí. Al otro día en la mañana tenía que pasar
un río. Una barcaza me pasa y me deja. Me quedaban 600 kiló‑
metros por una rutita que en la primera llovizna se te hace
barro.
—Y te largaste…
—Ando y ando y a las cinco de la tarde empieza una llovizna,
no pude seguir, me tuve que quedar. Cansado me meto entre
unos arbustos, hago un nido, pongo la moto y cuando veo a los
costados me veo rodeado por gatos Onzas.
—¿Qué son los gatos onzas?
—Son como el Chita. La piel es muy cara. Son de la familia de
los felinos, como la Pantera, peligrosísimos.
—¿Qué hiciste?
—¿Qué iba a hacer? Me quedé quietito y me dormí entre los
gatos onza. Al otro día me levanto y estaba todo despejado. Es
entonces cuando siento un ruido… Un camión, de esos Ford
viejos porque eran los únicos que podían entrar ahí, con 25
tipos armados hasta los dientes.
—¿Por qué estaban armados?
—Para protegerse de los animales. Me dicen “¿Pero usted está
loco? ¿Cómo se ha metido solo en la selva y ha podido sobrevi‑
vir?”. No sé, debe ser de suerte. Cargaron la moto y me llevaron
hasta la frontera. Llego a Oiapoque, todavía en Brasil, donde
tenía que tomar otra lancha hasta Saint Georges, un pueblo
chico que tiene aeropuerto y un barco que va a Cayena cada 12
días. Estaba con un francés de 22 años y un holandés de la
La cena de los jueves
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