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Tito daba vueltas a la cuchara sin probar el café. No me quiso
aceptar un sándwich.
–Se me ha cerrado el estómago–,
me dijo.
Siguió con su relato:
–Puse en venta el auto. Al principio pedí lo que realmente valía.
Imposible, nadie compra en tiempos de crisis. Terminé vendién‑
dolo por la tercera parte de su valor. Pero eso nos permitió tirar
un poco más, pagar la luz y el gas. Ya nos habíamos quedado
sin televisión por cable y sin teléfono, habíamos dejado de ir al
club.
–¿Ningún trabajo conseguías?
–Hermano, no era sólo una cuestión de status o de dinero. La
caída de un ser humano es en todos los órdenes. Cuando un
hombre no trae lo indispensable a una casa va perdiendo hasta
el respeto de su mujer y sus hijos, dejás de bañarte y afeitarte
todos los días, comenzas a evadirte con el alcohol… Ya es muy
difícil volver atrás, nadie te dará trabajo.
–¿Y tu mujer qué hacía?
–Ella estaba en tratamiento por los nervios. Discutíamos por
todo. Hoy era porque no podía comprarle el Xanax que le per‑
mitiera dormir y mañana porque yo me tomaba una botella de
vino. Llegó un momento que no teníamos qué vender. El televi‑
sor, la licuadora, la lámpara de pie, todo era comida para un
par de días. Nancy pasó los chicos a una escuela pública, aho‑
rraba en todo, caminábamos porque no había dinero para el co‑
lectivo, ni soñar con ropa nueva. Pero insisto, en este mundo
moderno todo se paga, todo viene hecho. Hasta en las confite‑
rías ponen carteles que dicen que el baño sólo lo pueden usar
los clientes… Y cuando has sido un tipo con cierto nivel de vida
es inmenso el dolor de caer tan bajo, de mandar a tus hijos a un
comedor infantil, de ver el asco que produces en la gente que te
presta unos pesos, porque al principio pedía prestado. Después
me acostumbré a mendigar…
–¿Y la casa?
–La casa estaba embargada por deudas con financieras. Al final
La cena de los jueves
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