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Mis cuatro abuelos conocieron una palabra que a veces suena
atroz:
desarraigo.
Ellos, como tantos otros, vinieron a la Argentina cuando des‑
puntaba el siglo.
Atrás, muy lejos, quedaban la niñez y la primera juventud.
Y aunque acá encontraron una patria que hicieron suya, estoy con‑
vencido que guardaron en sus pupilas algún asomo de melancolía.
El desarraigo es una combinación de sentimientos encontrados.
Es una mezcla de angustias y esperanzas.
El ser humano, mis amigos, es un
animal de pertenencias.
Necesita estar, integrarse,
pertenecer.
Su esencia se conforma a través de sus sentidos.
Por eso sólo se alza íntegramente sobre sus pies cuando se im‑
pregna con sabores, olores, paisajes, idiomas y códigos que por
origen o adopción, considera propios.
Mis abuelos murieron antes que el bichito de la curiosidad por
conocer sus historias se me metiera en el alma.
Hoy lo analizo a la distancia y advierto que ellos
se reconstru‑
yeron a si mismos
. Pero a su vez, utilizaron gran parte de lo
que traían en sus baúles.
Claro, eran otros tiempos.
El mundo no estaba globalizado.
Y cada casa, cada familia, era
un pequeño mundo
con sus co‑
midas, su música, sus costumbres. No siempre coincidentes con
los del país que los albergaba.
Mi padre contaba que él nació en la Argentina pero hasta los ocho
años, cuando fue a la escuela, sólo hablaba valenciano. Y que el
pastisé, los buñuelos, el arroz caldoso, la fideuá, la paella, la hor‑
chata y el ali oli que se comía a menudo en su casa, eran absoluta‑
mente desconocidos por sus compañeros italianos o libaneses.
Juan Carlos Bataller
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