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Hoy, todo cambió.
Gran parte de la humanidad –no toda‑ ha pasado a ser lo que se
llaman
“ciudadanos planetarios”.
En cualquier rincón del planeta se conoce la pizza, los spaghetti,
las hamburguesas, la coca cola, las papa fritas…
En casi todo el mundo andamos en autos, vestimos ropas, nos
afeitamos, compramos computadoras, utilizamos celulares, cá‑
maras de foto y relojes y hasta nos lavamos los dientes con pas‑
tas de las mismas marcas.
Hablar de desarraigo en un mundo donde las conexiones telefó‑
nica son instantáneas, donde a través de la computadora pode‑
mos no sólo hablar sino también vernos con nuestros
interlocutores, donde vemos en directo los mismos espectáculos
y el satélite trae a nuestras casas el programa que está emi‑
tiendo la televisión de España, Venezuela, Alemania o Japón,
parece una incongruencia.
Sin embargo, nunca hubo tanta gente que sufre de desarraigo.
Porque el desarraigo es un sentimiento de
no‑identificación
con la sociedad en la que vivimos. Y una añoranza por aquella
en la que nos sentíamos integrados.
Para decirlo con otras palabras: todo se reduce a una cuestión
casi personal, casi social, propio del círculo que nos rodea.
La micro sociedad que se crea a nuestro alrededor es lo que de‑
termina nuestra vida; es lo que condiciona la forma en que per‑
cibimos la realidad y en cómo la asumimos.
En el mundo moderno, mis amigos, hay distintas formas de
desarraigo.
Mucho se habla del desarraigo de los exiliados.
Pero si miramos bien a nuestro lado también hay grupos de per‑
sonas que sufren este sentimiento sin ser exiliados.
El sentimiento de soledad en el
viejo que debe vivir en un ge‑
riátrico
es un ejemplo de desarraigo.
La cena de los jueves
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