bierno eran claramente superiores a
cualquier otro.
lll
Esa vez faltó poco para que Leopoldo
me amenazara sin piedad; quién sabe
si fue por cariño verdadero, tal vez por
amor propio... El estaba muy orgulloso
de la familia que yo le había dado, de
sus hijos, y además... bueno, lleva la
sangre de Cantoni, que nunca fue de
carácter manso. Yo siempre le decía:
“debemos avanzar juntos o no avanza-
remos jamás; el bloquismo debe ser
siempre la gran empresa familiar, re-
flejo de lo que sos vos en espíritu y per-
sona”. Y como ya dije, él era, es y será
mi gobernador, el líder a quien siempre
voté. Todo lo demás fue música de
fondo: su empresa era la mía.
lll
En cuanto a la sangre de Cantoni que
corre por las venas de Leopoldo, mi
hijo Fernando me recuerda esa vez
que durante una de las estadías en
Rusia el padre presentó síntomas de
su alergia recurrente y recibió, solícita-
mente, la terapia habitual: vodka como
jarabe, como digestivo, como cal-
mante, como cataplasma, como des-
congestivo, además de un recambio
casi completo de la sangre. Fernando
sigue: “no sé cuánto le habrá quedado
de su sangre original, te acordás,
mamá, recibió muchas transfusiones,
creo que lo que le corre por las venas
es más sangre rusa que sanjuanina. Y
vodka, con toda seguridad”, agrega
sonriendo ampliamente y sosteniendo
en la mano el bastón de su padre, que
tiene un delicado mango de marfil ta-
llado.
En la Rusia de hoy se están llevando
adelante estudios serios para combatir
el SARS, el nuevo síndrome de la neu-
monía atípica que ya se perfila como la
primera plaga del siglo veintiuno; en-
tretanto, y como medida preventiva, los
rusos han incrementado el consumo
de su bebida nacional con menor
grado alcohólico, en la creencia, por lo
menos a nivel popular, de que unos
buenos tragos de vodka durante el día
son capaces de mantener a raya a la
más pertinaz de las pestes.
lll
Más de una vez, acicateada por las
dudas que siempre tuve acerca de la
rumana Stamatiad, solía preguntarle a
mi marido en un tono que quería ser
de broma: “¿Y Leopoldo... te gustan
las rusas y las rumanas?”, a lo que él
habitualmente respondía, también en
broma: “Sí, claro, yo creo que cada
hombre debería tener tres mujeres, es
la cantidad justa...”. Leopoldo estuvo
verdaderamente enamorado de mí y
de la política, del trabajo, cualesquiera
que éste fuese; yo fui su compañera, la
madre de sus hijos. Si me cruzaba con
algún hombre particularmente apuesto
lo miraba, sí, como se mira cualquier
cosa bella, pensaba, “qué buen mozo”
y ahí terminaba la cuestión, porque
debo reconocer que fui pispireta y co-
queta.
lll
En Moscú, Leopoldo no se sentía nada
feliz con la deferencia que tenía el co-
ronel Shatalov, jefe de los astronautas
rusos, para conmigo, cada vez que
coincidíamos en eventos oficiales a los
que muchas veces también asistía la
primera astronauta rusa, Valentina Te-
reshkova.
En una ocasión, esta astronauta, que
indudablemente era una mujer de inte-
ligencia poco común, me hizo el si-
guiente comentario:
“La primera vez
que ví el planeta Tierra desde el es-
pacio, me pregunté cómo era posi-
ble que los seres humanos pelearan
tanto entre sí por una cosa tan pe-
queñita...”.
Shatalov era indudable-
mente apuesto y toda una personalidad
tanto dentro como fuera de su país; po-
siblemente se sintiera atraído por mí,
aunque nunca tuvo actitud alguna inco-
rrecta, fuera de lugar. Hace pocos días
lo vi en un canal de cable hablando
sobre el rescate de una zonda espa-
cial. Ahora es el general Shatalov. Pero
por esos días, cada vez que Leopoldo
veía que el ruso se me acercaba, con
cualquier pretexto se unía a la conver-
sación. Por las dudas. Para marcar te-
rritorio.
El mismo Leopoldo que hoy, pasados
sus ochenta años, quiere ser enterrado
no junto a mí sino conmigo. Quiere
mandar a construir un cajón doble,
donde entremos los dos, uno al lado
del otro, o uno de dos pisos, lo mismo
da. “Igual, aunque ahora esté enfermo,
vos te vas a ir antes que yo...” me dice
a veces en un susurro, con una seguri-
dad un poco espeluznante.
De vez en cuando hablamos, aunque
no de amor. Nos tomamos las manos,
jugamos a las palmaditas, como las
criaturas. Yo lo cuido, él se deja aten-
der y no me quita los ojos de encima,
unos ojos acuosos que de a ratos pare-
cen perdidos en algún otro tiempo,
aunque me inclino a pensar que mi
compañero de toda la vida no está tan
mentalmente ausente de este mundo
como se podría suponer; me pide que
me siente junto a su cama hasta que
se duerma y, al despertar, me vuelve a
llamar. En su momento de lucidez me
pregunta: “¿cómo está el bloquismo?
¿se ganará?”.
lll
Se queda mirando a los lejos por la
ventana y dice
: “¡qué difícil es la po-
lítica...!”
. Se da vuelta, o lo intenta sin
mi ayuda y vuelve a dormirse. Cuando
le dije que estaba escribiendo este libro
y le leí el título me respondió con difi-
cultad y emocionado
: “Vieja, ¡qué va-
liente sos!”,
lloramos los dos.
Y así pasan los días de nuestras vidas.
Yo escribiendo y él mirando o dur-
miendo. Como enfermo es obediente y
tranquilo, como fue su naturaleza.
Pocas veces se pone molesto e in-
quieto.
Viernes 21 de octubre de 2016
23
Las vacaciones en La Se-
rena sola con sus hijos. El
episodio de la pistola 45
cuando Leopoldo viajó a
Buenos Aires y ella tuvo
que quedarse en Chile.
La semana
próxima
Esta curiosa foto de
Leopoldo Bravo fue to-
mada en 1950. En ella
aparece junto a algunos
niños posando en una
motocicleta.
Ivelise con su hijo Leopoldo
Alfredo, de 6 meses, sen-
tado en el Kaiser Carabela
de su padre