En esta parte de sus memorias, la doctora Ivelise Fal-
cioni de Bravo relata el nacimiento de sus hijos, a la
vez que explica que por sus tareas políticas nunca su
esposo pudo acompañarla en los partos. Relata ade-
más un hecho que, ella misma lo afirma, “todavía me
intriga”: las gestiones que don Leopoldo hizo para lo-
grar que una mujer rumana pudiera dejar su país pues
quería casarse con ella.
Viernes 21 de octubre de 2016
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L
eopoldito Alfredo, mi hijo
mayor, nació en 1960, me
acompañaba mi madre. Tuve
tres partos normales y tres con
cesárea. Cuando nació Alejandro
Quinto, con cesárea, el doctor Albertelli
me ató las trompas, sin pedirme per-
miso ni anticiparme nada. Después me
dijo: “Ivelise, vos ya no podés tener
más hijos, te podés morir”. A veces
tenía mucho miedo con los partos. Mi
madre estuvo siempre conmigo. Leo-
poldo no estuvo presente en el naci-
miento de ninguno de nuestros seis
hijos.
Yo me asustaba, no permitía que me
anestesiaran hasta no tener la certeza
de que el doctor Albertelli, Jorge Alber-
telli, había llegado. Entonces me decía:
“Quedate tranquila, Ivelise, ya estoy
aquí con vos”, y yo: “Bueno, doctor,
pero déjeme que lo vea, después me
entrego”, y el buen doctor me tomaba
la mano, se bajaba el barbijo y me son-
reía. Otras veces le decía: “doctor, no
se le ocurra morirse, qué haría yo sin
usted”; fue mi buen consejero, aunque
ya era un hombre mayor. A Leopoldo y
a mí nos gustan mucho los niños y, con
el tiempo, terminé por entender que no
existe el momento ideal para formar
una familia. Era un proceso paulatino e
iba sucediendo.
lll
Y así nació Leopoldo Alfredo, con mi
esposo ausente por compromisos polí-
ticos en su provincia. Permanecí en el
Instituto del Diagnóstico cuatro días, y
al segundo o al tercero llegó el padre
de la criatura. Siempre era así. El sabía
que yo estaba bien cuidada, bien aten-
dida, con un gran profesor, entonces...
bueno... Yo lo justificaba, pero no lo dis-
culpaba. ¡Cómo no se tomaba un avión
para estar conmigo! ¡Si a él le encan-
taba volar!.
Cuando llegábamos a Moscú —aterri-
zar allá en invierno asusta, no se ve
nada, sólo se adivinan las luces de la
pista ya cuando uno está sobre ellas,
casi tocando tierra—, Leopoldo no se
alteraba. La gente de Aeroflot le decía
que estábamos por aterrizar y él tan
tranquilo, pensaba que eran los mejo-
res pilotos porque conocían bien las
condiciones atmosféricas de su tierra,
la nevisca, la cerrazón.
A veces Pan American no podía entrar,
ni la línea japonesa ni ninguna otra,
pero Aeroflot siempre llegaba. ¡Bien po-
dría haberse tomado un avión para
estar conmigo! Y no era falta de cariño
por sus hijos.
Esa primera vez con Leopoldito,
cuando finalmente llegó, feliz, me dijo:
“Pero qué criatura tan hermosa, tan
grande...!” y lo cargó en sus brazos, y
lo miró con tanto cariño, tan emocio-
nado... y me acuerdo que le respondí:
“Pero ¿qué decís?, Leopoldo, ¡cómo no
va a estar grande si ya tiene tres
días...!”.
lll
La madre de Leopoldo, doña Enoe, fue
a saludarme y a conocer al nieto,
acompañada por su hija Rosa y una
empleada que tenían, Lala. Por esta
muchacha me enteré de muchas
cosas, para bien o para mal; era una
chica simple que a veces hablaba de
más, que hacía comentarios sin darse
cuenta, sin dobles intenciones, o al
menos es lo que parecía.
A través de ella supe acerca de una ru-
mana por la que mi marido había inter-
cedido directamente ante Stalin. Bravo,
que con sus modales parsimoniosos
pero firmes no padecía timideces de
ningún tipo, le pidió a Stalin que intervi-
niera para poder sacar a la rumana de
su país porque quería casarse con ella.
Así de simple.
El tema, a pesar de los años transcurri-
dos y que el episodio tuvo lugar cuando
Leopoldo y yo todavía no nos conocía-
mos, todavía me intriga. Sin embargo,
lo justifico: él era joven, tendría treinta y
tres, treinta y cuatro años, ¡a quién se
le ocurre ir nada menos que ante Stalin
con una cuestión así...! pero ¡en qué
estaba pensando...! Vaya uno a saber
en qué estaría pensando Leopoldo,
pero la autorización le fue concedida,
según consta en una nota escrita por
Leonid Maksimenkov y publicada en
Pravda, el 8 de febrero de 1953, donde
se detallan las circunstancias del en-
cuentro y el diálogo entre el embajador
argentino y Stalin. También estuvo pre-
sente el canciller Vishinski, Viacheslav
Molotov y el secretario que transcribió
el diálogo.
En su momento este encuentro des-
pertó todo tipo de asombros y suspica-
cias, porque Stalin —el Generalísimo,
como se dirigían a él— no concedía
entrevistas a nadie, vivía prácticamente
recluÍdo, trabajaba de noche y se ru-
moreaba que no se mostraba en pú-
blico ni se dejaba ver porque estaba
gravemente enfermo. De hecho, falle-
ció un mes después.
Ernesto Castrillón publicó en el suple-
mento “Enfoques” de La Nación, el 11
de mayo de este año, un artículo “Re-
cuerdos de la Guerra Fría. Entrevista
con Stalin” que no tiene desperdicio,
acerca del encuentro Bravo-Stalin. Hay
una posdata en la transcripción que An-
drei Vishinski hizo de dicho diálogo, re-
ferida a la solicitud del embajador para
que le ayudaran a liberar del cautiverio
rumano a su supuesta novia y que dice
así:
“Me dirijo a Su Excelencia Generalí-
simo Stalin como el amigo de Argentina
y Rumania solicitándole que contribuya
Las memorias de
El nacimiento de los
hijos y una historia
que siempre la intrigó
IVELISE
Leopoldo Bravo e Ivelise
Falcioni aparecen en esta
foto acompañados por sus
seis hijos: Leopoldo Alfredo,
Juan Domingo, Federico,
Fernando, María del Valle y
Alejandro Quinto.
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Tercera parte