El Nuevo Diario - page 18

Viernes 28 de octubre de 2016
E
n San Juan, mientras nuestros
hijos crecían, viajábamos a La
Herradura, una playa situada en
el puerto de Coquimbo que per-
tenece a la ciudad de la Serena. A Leo-
poldo le interesaba particularmente
Coquimbo, el puerto de aguas profun-
das, como salida al Océano Pacífico
para el comercio al exterior. En su mo-
mento construyó el camino San Juan-
Coquimbo; en el lado chileno completar
la carretera demoró un poco más.
Los vecinos transcordilleranos nunca se
mostraron demasiados deseos de tener
abundancia de pasos entre ambos paí-
ses. A mí me había gustado un terrenito
en la Bahía de La Herradura, Lepoldo lo
compró y construimos una casa con el
estilo típico de la zona, de madera y con-
creto sobre pilotes. Un lugar muy espe-
cial La Herradura, refugio de piratas,
escondite de bucaneros; más de un ves-
tigio arqueológico de la presencia de
todos ellos fue hallado en la región. Y es
que la boca de la bahía es tan angosta,
tan cerrada, que sólo quienes muy bien
la conocían se adentraban en ella, por-
que no podía ser divisada por los navíos
que surcaban las aguas mar afuera. El
escondite perfecto y, tal parece, uno de
los predilectos del pirata Sir Francis
Drake, al decir de los mismos coquimba-
nos.
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Yo viajaba a La Herradura, muchas
veces, sola con mis hijos; otras, acompa-
ñada por alguna amiga o correligionaria;
siempre con Pocha, la muchacha que
me ayudaba con los críos. Pocha se lla-
maba en realidad Juana Magdalena Gor-
dillo y provenía de Médano de Oro, un
departamento sanjuanino. En una opor-
tunidad hicimos un largo recorrido todos
juntos, con Leopoldo; visitamos el sur de
Chile, llegamos a Bariloche, y de ahí te-
níamos pensado subir por la Ruta 5 de
Chile, la Panamericana, para llegar
hasta Coquimbo pasando por el aero-
puerto de Pudahuel. Leopoldo era sena-
dor, era la época de Allende, él iba con
su arma reglamentaria, estaba autori-
zado a portarla, creo que aquí ya habían
comenzado los problemas con el presi-
dente Salvador Allende.
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Cuando llegamos a Pudahuel lo estaban
esperando con un télex del Congreso
que decía que debía viajar de inmediato
porque había una sesión urgente en la
Cámara. ¡Y cómo mi marido iba a faltar a
una sesión...! ¡Cómo iba a decir “no me
es posible, estoy viajando con mi familia,
no los puedo dejar solos en medio de la
cordillera; los dejo instalados y después
voy”, no, Leopoldo Bravo jamás haría
algo así! A todo esto ya habíamos en-
trado en el aeropuerto de Pudahuel, con
él al volante. Y ahí mismo me dice: “Ive-
lise, me voy a Buenos Aires, seguí sola
con los chicos, esperame en La Herra-
dura”. Se trepó a un avión y se fue.
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Y fue allí cuando comenzó lo que todos
recordamos como la aventura de Puda-
huel. Yo salgo del estacionamiento del
aeropuerto y me encuentro con los cara-
bineros chilenos, quienes muy respetuo-
samente me saludan, me piden mis
documentos, los documentos del vehí-
culo... todo con mucha amabilidad, pero
con firmeza. Yo, con los seis hijos a
bordo además de la niñera inseparable
en mis recorridos transcordilleranos, ma-
noteo todos los papeles y papelitos que
encuentro y los entrego a los carabine-
ros.
Estos los miran y me dicen:
“Está bien,
señora, pero esta camioneta no le
pertenece...”,
a lo que le respondo:
“¡Cómo que no!, es mi marido, que se
está yendo a Buenos Aires... en ese
avión”,
y les señalo la aeronave que
acababa de despegar con Leopoldo a
bordo. Y los carabineros:
“Compren-
dido, señora, pero usted no puede
continuar”.
Fin de la discusión.
Ahí estaba yo con los seis chicos en la
camioneta roja y Pocha. Les pregunto,
afligidísima:
“Y yo, ¿qué hago
ahora?...:,
y ellos: mire, señora, el vehí-
culo se queda acá, incautado. Usted de-
bería buscar alguna pensión por aquí
cerca donde quedarse unos días. Des-
pués tiene que ir al consulado y tramitar
un permiso que debe extenderle su ma-
rido desde Buenos Aires, y cuando tenga
ese permiso nos lo tiene que traer por-
que tenemos que verlo nosotros. Debe-
mos comprobar que el vehículo es
propiedad de su esposo y que él permite
que usted lo use”.
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¡Una pensión...! ¡Por unos días...! Ya
había empezado a perder la compostura
y les respondí, un tanto alterada:
“Pero
¡señor, qué hago con ellos!”
, y le se-
ñalo a todos mis hijos que escuchaban el
diálogo inquietos, con los ojos muy
abiertos. Y ahí empieza uno a chillar que
dónde estaban sus galletitas, el otro que
quería ir al baño, el más chico que no le
habían dado la mamadera, y yo cache-
tada va y cachetada viene, estaba de-
sesperada, los agarraba del jopito a mis
pobres hijos y los sacudía, usaban el pe-
lito corto, a lo soldadito, que les cortaba
Arquímides di Lorenzo, su peluquero de
toda la vida quien tiene un importante
salón de peinados en San Juan; hoy lo
administran sus descendientes. Les
decía a esta gente: “...Pero ¡por lo
menos déjenme sacar algo, tengo las
galletitas y las mamaderas en el coche,
los pañales, la ropa... No puedo dejar
todo acá...! Si alguien piensa que yo es-
taba al borde de un ataque de nervios,
piensa bien.
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Y la cosa empeoró del todo cuando, es-
pantada, me vino a la cabeza un flash
de mi marido entregándome... la 45. En-
tonces me volvió el recuerdo de la breve
discusión que mantuvimos al respecto:
“Llevala vos, Ivelise, para qué voy a ir
y volver con esto, la traje para el
viaje...”
. Y yo:
“Pero ¡Leopoldo, cómo
me vas a dejar a mí con una pistola
45, qué hago, dónde lo pongo, es peli-
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Las memorias de
Aventuras en Chile
IVELISE
Ivelise y Leopoldo veraneando en La Herradura, Chile (1975)
Tercera parte
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