El Nuevo Diario - page 19

Viernes 28 de octubre de 2016
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groso...!.
Como cuando Leopoldo tomaba una de-
cisión las cosas se hacían así y punto,
había optado resignadamente por guar-
dar el arma en el fondo del bolso, con las
mamaderas y los pañales, lejos del al-
cance de los chicos. Entretanto los cara-
bineros, amablemente, me estaban
diciendo:
“Muy bien, señora, no hay ningún in-
conveniente, le vamos a permitir que
lleve el bolso de los niños, como ex-
cepción, pero igualmente tendrá que
acompañarnos”;
entonces, más pró-
xima que nunca al estallido les insisto:
“Pero ¿acompañarlos para qué...? Si
sólo tengo mamaderas, galletitas, paña-
les, lo elemental para mis hijos...”.
Los uniformados no me escucharon, o
hicieron como que no me escucharon,
se alzaron con el bolso, entraron al edifi-
cio y lo vaciaron enterito sobre el primer
mostrador que encontraron. Todavía re-
cuerdo la cara de uno de los carabineros
cuando se topó con semejante tamaño
de fierro entre los pañales de los angeli-
tos y cuando me preguntó, ya no tan
sonriente: “¿Y ésto...?, ¿esto también
está entre lo más elemental para las
guaguas?. El arma también queda in-
cautada, señora”. A estas alturas, las úni-
cas palabras que yo podía articular eran:
“Pero ¿qué hago, y ahora qué hago yo
con los seis?”.
lll
Con el tiempo y a la distancia, es difícil
saber qué estaba pasando por la cabeza
de los carabineros. Sabían que era la es-
posa del senador argentino Leopoldo
Bravo y los chicos, sus hijos. Es impro-
bable que pensaran que yo hubiera pla-
neado, 45 en mano y ya libre de mi
marido, asolar los caminos desde Puda-
huel hasta La Herradura, aunque puedo
comprender que una joven mamá por-
tando un arma de ese calibre tampoco
es cosa que se vea todos los días, y que
quien estaba autorizado a portar el arma
era mi esposo, no yo. Pero lo habían
visto a Leopoldo en la Gladiator con no-
sotros, su familia, ¿a qué tanta historia?.
Finalmente, uno de los carabineros me
comentó que a tres cuadras de allí podía
tomar un taxi y llegarme a una hostería
donde iba a estar cómoda con mis hijos,
que la cosa no iba a pasar de unos po-
quitos días.
Les pregunté: “¿Alguno de ustedes po-
dría acompañarme?”. Caballerosos
como son los chilenos así lo hicieron, y
cuando llegamos a la pensión... me en-
contré con lo que parecía la casa del sol-
dado Paulus en la actual San
Petersburgo, una cosa espeluznante sa-
lida de una película de terror. Toda ba-
leada, llena de agujeros. Los chicos
encantados, me decían: “¡mamá, mirá,
mamá!, ¡pum, pum, pum!”. Había habido
un violento tiroteo la semana anterior;
mis hijos entusiasmadísimos, totalmente
extasiados, como si estuvieran sentados
en las butacas de un cine. El carabinero
debe haberme visto la cara de susto,
porque inmediatamente trató de cal-
marme:
“Quédese tranquila, señora,
esto que pasó no se va a repetir, uste-
des van a estar seguros”.
Qué podía
yo hacer. Me dije:
“paciencia, Ivelise”,
y nos quedamos a pasar la noche hasta
que se resolviese el problema, entre Ive-
lise y los carabineros.
lll
La tarde recién comenzaba, serían alre-
dedor de las tres. Averigüé que hasta las
cinco o cinco y media el consulado es-
taba abierto y quise ir adelantando el trá-
mite de la autorización. Dejé a los mayo-
res con Pocha y me fui con la mano
pequeñita de Alejandro Quinto en la mía,
en el mismo taxi en que habíamos lle-
gado. Le indiqué a mi empleada que sa-
cara a los chicos a caminar un rato, que
se acercaran al aeropuerto a ver el mo-
vimiento de los aviones, cosa que siem-
pre les gustaba; en fin, algo que les
cortara el tedio, que los mantuviera en-
tretenidos un rato. Ahora bien. Entre mis
hijos y mi marido, mis cosas quedaban
permanentemente relegadas a un se-
gundo plano, porque el día tenía sólo
veinticuatro horas y no las que yo segu-
ramente hubiera necesitado para cumplir
con las obligaciones que me imponía
una familia tan numerosa. La última vez
que hice las valijas para viajar hacia La
Herradura había respetado el orden dic-
tado por la costumbre: las de la familia
primero, la mía quedó para el final. Pero
el tiempo no me alcanzó para acomodar
las cosas a mi gusto —ni todas, ni proli-
jamente—, de modo que viendo que to-
caban bocina y me apuraban, opté por
ponerme tres vestidos, uno arriba del
otro, que no tuve tiempo de incluir en el
equipaje y que deseaba llevar conmigo.
A mí me gusta estar bien arreglada, pero
no encuentro el nombre adecuado para
definir a una persona enfundada en tres
prendas de la misma categoría, como
era mi caso en ese momento.
lll
De manera que aquí estaba yo, la es-
posa del senador, con mis vestidos su-
perpuestos cuyos largos no coincidían,
como ocurre con las faldas de las cho-
las, protegida, sí, por un muy buen
abrigo; en la cordillera eso es sagrado, a
veces es cuestión de vida o muerte a
cuatro mil metros de altura. Y así, para
ganar tiempo, vestida como una cebolla,
me presenté en el consulado.
Para ganar tiempo y porque recordemos
que sólo había podido retirar de la ca-
mioneta el bolsito de mis hijos. Encontré
que el cónsul era un conocido de mi es-
poso; cuando me vio me preguntó muy
preocupado:
“Pero, Ivelise... ¿qué le ha
pasado?”,
mientras disimuladamente
miraba esas tres polleras a distinta altura
que asomaban por mis rodillas.
lll
Todavía me hace gracia recordar la ex-
presión del cónsul. Le conté todo, mien-
tras el funcionario me miraba
estupefacto. “Pero ¡cómo, Ivelise! ¡cómo
le pasa una cosa así...!”, aunque al buen
hombre le faltó coraje para preguntarme,
ya que estaba, si ese atuendo que yo
lucía era la última moda que se gastaban
en Buenos Aires. Y sí, me pasaba, pero
ahí nomás tuve que quedarme con toda
la prole que ya se había aburrido de ver
aterrizar y decolar aviones, de recorrer
los alrededores y reclamaba nuevas dis-
tracciones. Cuando uno no quería un
sandwich de jamón, el otro berreaba re-
clamando algo y un tercero se me es-
capa a corretear por ahí. Entretanto
llamé por teléfono a mi esposo y me
quejé
: “¡Leopoldo, me dejaste con el
arma... me la descubrieron... los chi-
cos... estoy varada acá... vení!”.
Y Leo-
poldo, sin hacerse demasiada mala
sangre según su costumbre:
“Tranquili-
zate un poco que todo se va a arre-
glar, no te va a pasar nada.
lll
Yo iba por la mañana al aeropuerto a ver
si ya había llegado la orden para liberar
el vehículo, y al tercer día el documento
apareció. Retiraron las franjas, me entre-
garon la camioneta, pero el arma la retu-
vieron. Un poco sorprendida por la
rapidez y la buena organización, pronto
supe que la 45 le había sido enviada a
mi marido al Senado de la Nación, debi-
damente guardada en una caja.
Inmediatamente seguimos viaje hacia La
Herradura. Salí a las tres de la tarde y
llegué casi a las diez de la noche.
Los hijos del
matrimonio
Bravo, camino a
Chile. Detrás, la
camioneta Gla-
diator roja
Ivelise cuenta lo difícil
que fue su relación con
Leopoldo Bravo. Pone
conceptos realmente
duros hacia el trato que
como político le dispensó
el jefe del partido.
La semana
próxima
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