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Viernes 19 de agosto de 2016
historia
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El filósofo Séneca
El incendio más
famoso de la historia
s
Viene de página anterior
dia, una dinastía con representantes tan
fuera de lo común en cuanto a patologías
mentales como Cayo Julio César, Octavio
Augusto o Tiberio.
El primero había sido un obseso sexual
(como denominaríamos hoy), tan volcado
en los placeres genésicos que no hacía
distingos entre hombres y mujeres, aun-
que eran éstas, desde las desconocidas
hasta las esposas de los senadores, las
que corrían más peligro («Encerrad a
vuestras mujeres, que viene el calvo!»
quedó como frase hecha que avisaba de
las razzias del general asesinado por
Bruto).
En cuanto a Octavio Augusto, primer em-
perador romano, siempre tuvo una salud
delicada, no aguantando ni el frío ni el
calor, era muy bajo de estatura, cojeaba y
tenía la piel manchada. Como su padre
adoptivo y pariente, se le puede conside-
rar bisexual, y como con Julio César, tam-
poco las mujeres podían estar muy
seguras a su lado.
Por fin, Tiberio reunió en tomo a sí todos
los desenfrenos y nadie dudaba que es-
taba poseído por una peligrosa clase de
esquizofrenia, cuyos síntomas, por cierto,
aparecían agudizados en
Calígula
.
De la misma familia, con parentescos más
o menos cercanos, fueron Germánico,
Livia Drusila o su predecesor, Claudio, un
emperador considerado como imbécil.
Como se ve anteriormente, de toda esa
ascendencia no podía salir nada bueno, y
en Nerón parecieron confluir muchas de
las taras de sus antepasados y familiares.
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El caso es que empezó a actuar fuera de
sí, haciendo matar a Británico, hijo de
Claudio, y sucesor al trono hasta que
aquél vio morir, a los 12 años, a su padre
bajo el veneno de Locusta.
Pero su ensañamiento con los seres más
próximos tuvo como víctimas y protagonis-
tas a tres mujeres: la primera, su propia
progenitora,
Julia Agripina.
Después se-
guirían el camino fatal de la madre, sus
dos —y sucesivas— esposas:
Octavia y
Popea.
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Libre ya de molestas influencias familia-
res, se dedicó a vivir, dando entrada en
palacio a ejércitos de cortesanas y de his-
triones con los que se dedicaba a organi-
zar grandes fiestas y nuevos juegos para
el pueblo y para él mismo.
Nadie ponía en duda la autenticidad del
arte del emperador,
¡y pobre del que lo
desdijera!,
pues podía acabar como el
deslenguado Petronio, el autor de Satiri-
cón. Aunque hay que apuntar que este
poeta compaginaba sus creaciones litera-
rias con diversas campañas y conjuras
contra el emperador, había sido un antiguo
amigo de parrandas cuando ambos eran
más jóvenes, lo que le hizo confiarse y
acabar por despertar contra él la furia im-
perial.
Denunciado ante el emperador por los
celos de Tigclino, Nerón ordenó a su anti-
guo amigo que se suicidara. Muy digno, el
desvergonzado escritor reunió en un gran
banquete a sus amigos y a un grupo de
meretrices. Tras la orgía que siguió al
ágape y tras declamarse inspirados ver-
sos, Petronio se abrió y cerró varias veces
las venas, dando tiempo a que un criado
le trajera un preciado vaso que sabía muy
deseado por el emperador y que, de inme-
diato, hizo añicos contra el suelo. Al poco
rato murió.
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Como ya se ha indicado, la muerte de su
madre enloqueció aún más al emperador,
volviéndolo desconfiado hasta el paro-
xismo, de tal forma que ya recelaba por
igual de amigos y enemigos, mezclando a
unos y a otros en una irrealidad nefasta.
Entonces se descubrió la llamada conspi-
ración de Cayo Pisón, tan minuciosamente
preparada que hasta se fijó el día y el mes
para llevarla a cabo: exactamente el 19 de
abril del año 65. El lugar que habían ele-
gido los conspiradores para el crimen (el
llamado Templo del Sol, junto al Circo Má-
ximo, donde se rendía culto a Ceres, la
diosa más amada por Nerón) fue ocupado
por los legionarios, que abortaron así la
acción.
La masacre sobre los conjurados fue tal
que Tácito llegaría a decir que tras las eje-
cuciones,
“la ciudad estaba llena de ca-
dáveres”.
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Tras este nuevo susto, Nerón sintió un au-
mento de sus terrores y en su paroxismo,
de tal forma le atenazó el miedo, que
mandó clausurar el puerto de Ostia y ce-
rrar el curso del río Tíber, por si por allí lle-
gaban los que, estaba seguro, vendrían a
acabar con él.
Rodeado de los únicos soldados en los
que confiaba, los germanos, se encerró en
el Palatino y allí se dedicó a toda clase de
excesos, como quien presiente que le
queda poco de vida.
Así, recuperó sus antiguos placeres y se
decantó también por los antiguos —extre-
mos— excesos. Aburrido del amor más o
menos habitual, se lanzaría a unas rela-
ciones digamos equívocas, de tal manera
que se le conocieron dos amantes:
Es-
poro,
un joven bellísimo a quien mandó
mutilar sexualmente para así, mientras ser
castrado y vestido con las mejores galas
femeninas que habían pertenecido a em-
peratrices anteriores, poder casarse con
él/ella públicamente; y
Dioforo
, un es-
clavo liberto que, en este caso, hacía de
marido del emperador, convertido, y fin-
giéndose, a su vez, mujer.
El capricho imperial llegó hasta sus últi-
mas consecuencias, celebrándose una
boda pública en la que Nerón era la es-
posa tímida.
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Pasado un tiempo pareció recuperar las
ganas de vivir, pero ya no era Roma su
ciudad y su lugar apetecido. Salió, por fin,
pero lo hizo para trasladarse a Grecia, el
país y la cultura de sus amores. Era
agosto del año 66 cuando se puso en mar-
cha la gran caravana de artistas que te-
nían como destino Brindisi y después
Corinto. Cantantes, danzantes, músicos,
coristas y hasta modistos formaban parte
de la corte ambulante de Nerón, que iba
acompañado, además por una nueva es-
posa, con la que se había casado hacía
unas semanas llamada
Estatilia Mesa-
lina
, por el eunuco Esporo, el confidente
Tigelino y su secretario, Epafrodito. Du-
rante un año de ausencia de Roma, Nerón
pudo dar rienda suelta a sus grandes afi-
ciones que, desde su juventud, le tenta-
ban. Tan sólo cuando el oráculo de Delfos
le advirtió que, en una fecha determinada,
podría estar en peligro y le invitaba a que
se cuidara, de nuevo le asfixió el pavor y
ordenó el regreso inmediato a Roma
.
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Entonces llamó a la única mujer que,
como él, vagaba por las estancias palacie-
gas, la envenenadora Locusta, a la que le
suplicó que le preparara una fuerte tintura
biliosa que guardó en una cajita dorada.
La puso a buen recaudo, y, cada vez más
enloquecido, pensó en huir a Egipto,
donde creyó que no le encontrarían los
soldados del general Galba (el sublevado
y nuevo gobernante de facto había adver-
tido que no quería ser nombrado con el tí-
tulo de emperador —tan desprestigiado
como estaba—, conformándose—dijo—
con ser el general del pueblo romano).
Pero no había nadie a quien pueda comu-
nicarle sus planes de huida, salvo su
criado Faonte, otro espectro en palacio y
el único que le propone que se esconda
en su casa, en una gruta ubicada en la
quinta de aquel su humilde liberto.
El emperador termina por acceder y en
este último desplazamiento, le acompaña-
rán algunos incondicionales, aunque nada
más llegar al campo intentó, sin éxito, sui-
cidarse con un puñal.
Ante el fracaso del suicidio, Nerón llamó
en su ayuda a su secretario y escudero,
Epafrodito, para que impulsara su brazo
con la fuerza capaz de producirle la
muerte, orden, o súplica de su amo, que
fue cumplida al instante. Antes de expirar,
el emperador aún tuvo humor para afir-
mar:
“iQué gran artista pierde el
mundo!”
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Al morir, cumplía 32 años de edad y 14
de reinado, y si es cierto que tanto con-
temporáneos y futuros historiadores se
ensañarían con su reinado, el pueblo ro-
mano se negó durante un tiempo a admi-
tir su muerte, esperando
inexplicablemente un retomo imposible.
Fue un caso extraño que no se repitió
con otros emperadores anteriores y que
tampoco tendría lugar entre los que le si-
guieron. Quince años después de su
muerte manos anónimas (puede que las
mismas que lo enterraron, las de su
amada Actea) seguían adornando la
tumba de Nerón, mientras otros recitaban
ante el mausoleo imperial proclamas y
versos del extinto
D
e todos los personajes de su
entorno inmediato, el que más
llama la atención es quizá el fi-
lósofo Séneca, quien fue su preceptor
durante toda su adolescencia y parte
de su juventud.
¿Cómo es que Séneca se dejó llevar
por la ambición y decidió quedarse en
Roma, hervidero de ambiciones y de-
cadencias, en vez de venderlo todo y
escapar al rincón más remoto del im-
perio?
Según algunos historiadores de la an-
tigüedad, fue por dinero.
De cualquier forma, el final de su vida
fue escalofriante. Al parecer estaba
medio implicado en una fallida con-
jura contra la vida de Nerón. Cuando
los tiranicidas fueron descubiertos, le
ordenaron quitarse la vida. Después
de cenar, Séneca, muy sereno, proce-
dió a rasgarse las venas e ingerir un
veneno. Su mujer intentó emularle
pero consiguieron salvarla a tiempo.
P
arece evidente que es falsa la
presunta culpabilidad de Nerón
en cuanto al incendio que des-
truyó la ciudad.
Roma debía de ser una ciudad impre-
sionante.
Miles de personas hacinadas en edifi-
cios que se derrumbaban e incendia-
ban cada dos por tres. Todo tipo de
sectas orientales vaticinando el fin del
mundo en soportales compartidos con
prostitutas y vendedores de cuanta
mercancía hubiera en el Imperio. La
guardia pretoriana asesinando o eli-
giendo a los emperadores a su antojo.
Los senadores más preocupados por
sus propiedades que por la justicia. Un
sinfín de esclavos torturados y obliga-
dos a trabajar hasta la extenuación... Y
todo empapado en la sangre de miles
de víctimas durante la celebración de
los juegos.
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En julio del 64, dos tercios de Roma ar-
dieron mientras Nerón estaba en An-
tium. Aunque se creyó que él fue el
responsable, actualmente se duda de
aquella acusación.
Sin duda fue el incendio más conocido
de la Historia y puede que el más falsa-
mente narrado, pues parece que el pre-
tendido pirómano no sólo no quiso
incendiar la urbe sino que, una vez
destruida, se puso a la tarea de levan-
tarla otra vez, pero más monumental y
extraordinaria.
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Todo ocurrió el 18 de julio del año 64,
cuando Nerón disfrutaba de su retiro
veraniego de Anzio. Era ya noche ce-
rrada cuando el emperador fue desper-
tado por un correo que le avisaba que
Roma ardía tras el inicio de las llamas
en las cercanías del Circo Máximo.
Muy preocupado por la extensión que,
según el mensajero, había adquirido,
montó en su caballo inmediatamente, y
galopó los más de 40 kilómetros que le
separaban de Roma hasta avistar el
resplandor de la gran hoguera que de-
voraba la capital del Imperio, advir-
tiendo cómo las llamas se ensañaban
especialmente sobre las miles de casu-
chas de madera que eran mayoría en
la urbe. Sobre todo pensó en la posibili-
dad de que el fuego llegara a su man-
sión del Palatino, y consumiera sus
amadas obras de arte encerradas en la
residencia imperial. Pudo apreciar
desde un mirador estratégico la grave-
dad de la catástrofe a través de los
más de 500 metros de llamas que se
extendían y avanzaban sobre aquella
ciudad de más de un millón y cuarto de
habitantes.
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El grueso del incendio duró cinco días
y sus noches, y destruyó 132 villas pri-
vadas y cuatro mil casas de vecinos.
No se pudo probar el origen del incen-
dio ni la realidad del ornamento de la
pretendida oda (lira en mano) a la ruina
de Roma por parte del emperador.
Pero es cierto que, después, Nerón
mandaría levantar muchas barracas
para alojar a los damnificados por las
llamas e, incluso, en un primer mo-
mento abrió las puertas y jardines de
sus palacios para acoger a los que lo
habían perdido todo.
Además, importó rápidamente provisio-
nes y abarató por un tiempo las exis-
tencias. Su deseo último era, a partir
del desastre, reconstruir totalmente la
ciudad eliminando la madera en el le-
vantamiento de las nuevas casas y
apostando, por el contrario, por la pie-
dra. Claro que empezó la reconstruc-
ción por sus propias estancias, pues
aprovechando los solares nacidos del
desastre, empezó la construcción de su
nuevo palacio llamado Domus Aurea,
un despilfarro de columnas marmóreas,
jardines lujosos, hermosas fuentes y
atractivos lagos artificiales.
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