Nos acompañó en las buenas y en las
malas.
Cada mañana venía a tomar café con-
migo en el diario. ¡Y era una fiesta ha-
blar con él!
A fines de 1992 editamos un libro que
reunió muchos de sus escritos. Se
llamó
“La Gran Aldea, memorias del
corazón”.
s s s
Un día, ya cerca de los 80 años, sus
trabajos comenzaron a espaciarse. Se
irritaba con facilidad, se peleaba con
el corrector y dijo que no iba a seguir
El gran poema
13
Viernes 21 de abril de 2017
Por
Juan Carlos
Bataller
—¿Y qué querés?
—Mirá Rufino: la prensa se entre-
mezcla cada día más con la literatura.
Hoy, la mera información no es más
patrimonio del periodismo gráfico.
—Seguí.
—Yo no estoy buscando un periodista
que corra atrás de la noticia ni un opi-
nador profesional.
—¿Qué buscás?
—Alguien capaz de recrear climas, si-
tuaciones, emociones. Alguien que
nos enseñe que la vida es una conti-
nuidad y la explicación de lo que nos
pasa debemos buscarla en algo que
ocurrió hace cincuenta años o que
sucederá dentro de diez.
—¿Y vos crees que yo puedo
hacer eso?
—Podés hacerlo precisamente por-
que estás jubilado, porque tenés
tiempo, porque sos un gran escritor,
porque no has vivido al pedo. Yo te
imagino arriba de un cerro, mirando
desde lo alto esta gran aldea, esta
vida en la que cada día pasamos a
ser más contribuyentes, usuarios,
clientes o aportantes en lugar de
seres humanos. Y desde allí, desde
las alturas, mostrarnos personajes,
explicarnos situaciones...
—Atendeme, Juan Carlos. Yo ya
tengo un lugar, que es este San
Juan. Tengo una vida hecha. Tengo
una mujer. Tengo hijos. Quien pida
más que eso es un insensato.
Quien pida menos es un estúpido.
Pero me interesa tu propuesta. Y
me gusta ese nombre que dijiste:
La gran aldea. Así se llamará la co-
lumna. Pero quiero preguntarte
algo: ¿cuáles serán mis límites?
—Ninguno, escribí lo que quieras.
—Otra condición: no quiero
que me paguen un peso.
—¿Porqué?
—En primer lugar, porque
cuando tuve necesidades
peleé por un peso. Hoy no las
tengo y soy capaz de regalar
mi tiempo. Sólo un estúpido lo
vendería sin necesidad. Y en
segundo término, porque a
esta altura de mi vida quiero
seguir siendo libre. Y la liber-
tad no puede figurar en una
nómina de pagos.
s s s
Durante diez años Rufino escribió La
Gran Aldea.
Rescató personajes, situaciones, pa-
labras, climas, colores, costumbres.
Mezcló la poesía con la paleta del
pintor, la urgencia del periodista con
la mirada larga del pensador. Y a todo
lo sazonó con un verbo absoluta-
mente personal, con una marca re-
gional indiscutible pero,
curiosamente, asentado sobre un
hombre universal.
A
ntes de que Rufino trabajara
en El Nuevo Diario le hice
una larga entrevista. Dejo de
lado las preguntas y resumo las res-
puestas. Este es el pensamiento del
hombre.
Lean rápido esta nota y no me
exijan coherencia. Lo que digo lo
pienso hoy. Soy humano. Sólo los
políticos se aferran a modelos y es-
quemas. Y así nos va.
Hemos visto desaparecer un
mundo sin que se creara otro.
Antes la cultura era más oral y
personal. Se activaba entre los
grupos. Así es como nacieron todas
las grandes religiones. Al ser oral, se
acaba el macaneo. Cuando un hom-
bre habla a otro hombre, no puede
macanear. Por eso los descubrimien-
tos no son colectivos; son individua-
les. Es necesario transmitirlos de ser
a ser, como un preciado don. Hoy se
habla a través de aparatos, como la
radio, la televisión, los diarios. Y se
macanea mucho.
La cultura es una actividad de
grupos. ¿Cómo —si no— se
transmiten las formas de trabajar,
de crear? La transmisión fue siem-
pre de hombre a hombre, con un
transmisor atento para decir algo y
un receptor atento para recibirlo.
Toda opinión debe estar cargada
de un sentimiento, una humani-
dad, un orden ético. La cultura no
constituye un elemento de proseli-
tismo.
El hogar siempre fue el centro
de la vida cultural. El pequeño
mundo que uno contribuía a formar
era el centro de la actividad cultural y
moral. Todavía tenían significado los
símbolos (patrios, religiosos) algo
que hoy, sino se han derrumbado
están en un principio de resquebraja-
miento.
El hombre hoy puede ser más
libre pero también más indefenso.
Sabe que ha perdido el valor de su
propia estima y se ha convertido en
un número en la sociedad. Fíjese:
antes un hombre podía ser pobre
pero era dueño de su mundo. Cons-
truía su hogar de acuerdo a sus posi-
bilidades, tenía su mujer, sus hijos,
su trabajo. De pronto, arcaicas moda-
lidades se perdieron y no porque el
hombre haya progresado sino porque
el individuo se separó del clan. Ha-
bría que repensar sino habrá llegado
el momento de volver a viejos con-
ceptos, a viejas palabras.
Se ha perdido el respeto a las
palabras. Antes un ciego era un
ciego no un no vidente. Se ha per-
dido también el respeto por el trabajo
hasta llegar a esperar todo de la cari-
dad o del Estado. Este es un fenó-
meno universal. Se está amasando
un nuevo pan y no sabemos qué sur-
girá. Quizás un hombre cósmico, sin
patria, sin banderas. Y no alcanza-
mos a asimilar esto todavía.
Quizás necesitemos un retorno
a la esencia. Volver al gusto por
las cosas simples. Antes el oído es-
taba atento a las palabras del an-
ciano. Ahora, en cambio, a la
televisión o la radio.
El hombre se aferra a promesas
de otra vida. O cree en la reen-
carnación. No advierte que, de ser
así, de existir otra vida, tendríamos
recuerdos de vidas pasadas o porve-
nir.
La vida es un pequeño relám-
pago en el tiempo. El hombre
es un muerto, luchando por la
vida. ¿O acaso no venimos de una
eternidad para entrar a otra eterni-
dad de sombras?
Frases de Rufino
s s s
s
s
s
s
s s s
Entre los escritos de Rufino hay
un poema que refleja toda una
vida. Lo quiero compartir con us-
tedes.
Aquí estoy yo,
vertical en mi centro
como una flecha
proyectada a su propio encuentro.
Sé que soy una elipse
en la perfecta curva del regreso
sé que pronto mataré las ilusiones
y dejaré el verso.
Pero,
sépanlo todos:
hay un camino hecho de silencio
donde todos los puntos del espacio
convergen exactamente en nuestro
pecho.
Allí está el secreto de la sangre
y la cal del hueso
y nos empiezan a sobrar las cosas
cuando encontramos eso.
Aquí estoy yo
vertical en mi centro
tratando de matar este Martínez
y esperando la voz del universo.
colaborando.
Algo pasaba. Pero debía dejar que él
lo dijera. Había aprendido a conocerlo.
Pasaron dos meses sin Rufino y un
día, un gran poeta, amigo común, —el
“Chiquito” Jorge Leónidas Escudero—,
vino a la redacción. Aunque quizás
nunca le pidió Rufino la intermedia-
ción, traía un mensaje.
—Rufino te recuerda con mucho
afecto.
—Y yo lo quiero como a un padre.
—¿Sabés porqué se fue enojado?
—Lo imagino pero decímelo...
—Ya había dicho todo lo que tenía
que decir. No quería repetirse. No
quería escribir por compromiso. Y
no sabía cómo decirlo...
—Lo imaginaba.
s s s
Pocos meses después murió Rufino
Martinez.
Su obra mayor está en las páginas de
El Nuevo Diario.
Conociendo su pensamiento sería ab-
surdo pedir que una estatua o una
calle recordara su nombre.
Pero qué bueno sería que las nuevas
generaciones leyeran esos escritos.
Si eso ocurre, ahora o dentro de cin-
cuenta años, yo sé que ese joven que
quizás aun no ha nacido, dirá, lo estoy
oyendo:
—Acá existió la literatura; acá se
hizo periodismo. Acá estuvo el hom-
bre.
EL REGRESO